Así como sucede en asuntos de arte, cuando uno se pregunta ¿el artista nace o se hace?, de la misma manera, en vista de la creciente universalidad y frecuencia, el interrogante que busca respuesta se agranda: ¿el corrupto nace o se hace?
La corrupción, se dice, no es exclusiva de la especie humana, tampoco del poder político y empresarial, es también de la sociedad, que a su medida la ejerce, o al menos, tolera. Es algo que sigue en estudio, y la teoría más avanzada sostiene que el cerebro es corrupto.
“Si son colocadas las personas en el entorno adecuado, con las instituciones adecuadas, se puede reducir la corrupción”, pues el fenómeno de la corrupción es algo más bien flexible y está sujeto a las circunstancias. Las formas de corrupción varían, pero las más comunes son: los sobornos, el tráfico de influencias, la evasión fiscal, las extorsiones, los fraudes, la malversación, el prevaricato.
En la misma línea, se analiza cada vez con más profesionalismo y especialidad cuál es su naturaleza, y cómo se manifiesta. Los estudiosos se han planteado preguntas: “si se aumenta el castigo, ¿disminuye la corrupción? Si son aumentados los beneficios, ¿también aumenta? “Los resultados hasta ahora son contradictorios: a veces sí, a veces no”.
La corrupción política, es un fenómeno criminal que consiste en la actuación intencional e indebida de funcionarios y autoridades públicas, usualmente por orden, connivencia o presión de personas físicas ajenas al Estado: empresas privadas nacionales o extranjeras; confabulando con grupos de poder, y hacer uso de los recursos del Estado a los que tienen acceso, para conseguir beneficios ilegítimos.
A personas de esta clase es generoso llamarles solamente corruptos, en sentido estricto son delincuentes, porque cometen delitos penados por las leyes. El asunto es que, mientras no se los incrimine formalmente y se dicte sentencia, son solo «presuntos», porque esperar en Bolivia que se les haga juicios y sean aplicadas las penas, es como querer clavar clavos con la cabeza.
Desde tiempos antiguos se conocía el «diezmo», como contribución de bondad; este concepto se ha convertido ahora en una contribución maligna; su nombre propio es soborno: es el pago del diez por ciento del monto del contrato que recibe quien favorece a un tercero, por adjudicar la ejecución de una obra pública o por un contrato de suministro. Los licitantes lo saben y exigen; los proponentes conocen cómo son los pliegues y los entresijos, tienen contactos y patrocinantes. Es bien sabido, se practica y se tolera. ¿Tendrán razón cuando dicen que es un país de corruptos?
Cuando el corrupto justifica el monto elevado del soborno, explica: «tengo que compartir con los de arriba», señal de que los implicados son de alto rango. Es patético el caso cuando un personaje, a la cabeza de una institución, viajó desde La Paz a otra ciudad para reclamar por qué no le llegaba su parte.
Las opiniones coinciden cuando se dice que, incluso los que se consideran inmunes, pueden corromperse fácilmente, porque la corrupción tiene mucho más que ver con el entorno en el que se encuentran, antes que con quiénes son como personas.
La política como institución es noble, es necesaria, es ciencia, pero está deshonrada por los políticos, al extremo de pensar que ser político está ligado al propósito de delinquir. Por su lado, las personas que corrompen están haciendo cálculos muy explícitos: cuánto beneficio pueden obtener, qué probabilidad hay de que sean pilladas y cómo de severa será la condena.
En Bolivia, son raros los casos en los que el corruptor recibe castigo. De manera que, a veces, el asunto es el mismo, el corruptor también, solo el corrompido ha cambiado.
¡Mucho cuidado!, la corrupción es contagiosa. Si de veras quiere ser insobornable, encomiéndese: “y no me dejes caer en corrupción, amén”.
El autor es periodista.