Jorge Roberto Marquez Meruvia
Tras la fatalidad ocurrida en Bajo Llojeta y la lamentable conferencia de prensa de los alcaldes de La Paz y Achocalla, quienes, según ellos, culpan a la empresa Kantutani de la catástrofe y aseguran no haber otorgado permiso para el movimiento de tierras, la realidad, con el paso de los días, demostró que ambos gobiernos municipales incumplieron funciones y deberes. Así, intentaron, sin éxito, “tapar el sol con un dedo”. Lo cierto, hasta ahora, es que la postura más sensata ha sido la de la empresa, que solicita una auditoría técnica para determinar el grado de responsabilidades. En contraste, el municipio paceño se opone vehementemente a dicha auditoría, buscando encubrir el plan de intervención vial que ejecutaron en el área de prevención de la Urbanización Santa Cecilia. Quizá las autoridades ediles afirmen que este proyecto pretendía dotar de luz y agua a las vizcachas, como una nueva forma de preservación de la biodiversidad.
Ante un escenario cada vez más ineludible para la máxima autoridad ejecutiva paceña, ésta sufrió un surmenage, casualmente en vivo y en directo, en la mayoría de los canales de televisión. El segundo acto fue presentarse a declarar acompañado de un botellón de oxígeno, pese a un cuadro médico que le prescribía reposo absoluto. Milagrosamente, veinticuatro horas después, el alcalde paceño reapareció completamente sano para inaugurar el árbol navideño en la plaza del estadio. No sería extraño que, al volver a declarar, padezca un surmenage 2.0.
Como menciona Juan Villoro, mutatis mutandis, podemos decir sobre la otrora Ciudad Maravilla: “Aunque en el entorno abundan señas de peligro, consideramos que ningún daño es para nosotros. Nuestra mejor forma de combatir el drama consiste en considerar que ya ocurrió: ‹Estuvo duro, pero la libramos›. Este peculiar engaño colectivo permite pensar que nos encontramos más allá del apocalipsis: somos el resultado y no la causa de los males. Diferir la tragedia hacia un impreciso pasado es nuestra habitual terapia. De ahí la vitalidad de un sitio amenazado, que desafía la razón y la ecología. Lo decisivo es que nos sentimos del otro lado de la desgracia. Y no es que estemos desinformados. Inventariamos calamidades como si un álgebra fabulosa anulara la suma de valores negativos. Somos expertos en los signos del deterioro: comparamos nuestras ronchas, hablamos de bebés con plomo en la sangre y embarazadas con placenta previa. No es la ignorancia la que nos retiene aquí. La ciudad nos gusta, para qué más que la verdad. Como el don Juan de The Rake’s Progress, la ópera de Stravinsky, nos hemos enamorado de la mujer barbuda del circo”.
Quizás este pensamiento nos sirva de consuelo para observar cómo la ciudad se cae a pedazos, mientras el alcalde se entretiene en TikTok y en su programa de radio.
El Siglo XXI paceño comenzó con la reestructuración institucional del municipio, el incansable trabajo en prevención de riesgos y la recuperación de espacios verdes. Continuamos con el desarrollo humano, donde las cebras jugaron un rol fundamental (hoy prácticamente desaparecidas), y la creación del primer transporte público moderno del país. Entre luces y sombras, los paceños añoramos ese pasado que ahora parece lejano. La Ciudad Maravilla se oscurece con mil colores cada día: pactos entre autoridades y constructores que operan fuera de norma, falta de fiscalización territorial y una negligente gestión de riesgos que transforma avenidas y calles, no solo de Sopocachi, sino de gran parte de la ciudad, en ríos caudalosos. Los sifonamientos en las avenidas Kantutani y Del Poeta son el reflejo del abandono de La Paz.
En cuatro años de gestión, la administración edil actual ha destruido todo lo avanzado “a martillazos”, y su única defensa parecen ser las verbenas, que tal vez son de las pocas cosas —o posiblemente la única— a las que dedican verdadero empeño.
La Paz sufre un surmenage permanente, carente de autoridad para resguardar su territorio o hacer cumplir sus leyes. La anomia se ha vuelto habitual, comenzando por sus autoridades, que desconocen el papel que deberían desempeñar como electos, refugiándose en la más absurda y distópica propaganda: ¡Fuerza, Negrito!
El autor es politólogo.