Miguel Ángel Amonzabel Gonzales
A lo largo de la historia económica, diversos gobiernos han utilizado el control de precios como estrategia para mitigar crisis hiperinflacionarias y garantizar el acceso a bienes esenciales. Sin embargo, las experiencias en países como Bolivia, Cuba y Venezuela han demostrado que estas políticas suelen generar más problemas que soluciones sostenibles.
El control de precios atrae a los políticos por su impacto inmediato: ofrecer una solución aparente a los problemas de acceso y contener el descontento social frente al aumento de los precios. Para gran parte de la población, ajena a las dinámicas de oferta y demanda, esta medida parece proteger su poder adquisitivo. No obstante, a mediano y largo plazo, los efectos son devastadores, manifestándose en desabastecimiento y mercados informales.
En Bolivia, el control de precios no es una política nueva. Entre 1982 y 1985, el país enfrentó una de las peores crisis económicas de su historia, intensificada por intentos de contener la hiperinflación mediante intervenciones estatales. Más recientemente, durante el gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS), se reintrodujeron controles en productos como el azúcar en 2008 y, ahora, en bienes básicos como el aceite. Estas políticas han generado incertidumbre económica, distorsionando las dinámicas del mercado y limitando la inversión.
Los casos de Cuba y Venezuela representan extremos del control estatal de precios. Desde 1959, Cuba ha mantenido un sistema rígido que ha derivado en desabastecimiento crónico y dependencia de mercados informales. Por su parte, Venezuela combina controles con altos niveles de corrupción, lo que ha llevado al colapso de su aparato productivo. Ambas experiencias reflejan los límites del intervencionismo estatal y cómo estas políticas perpetúan economías ineficientes, desincentivando la producción y dejando lecciones para Bolivia, que parece seguir patrones similares.
El control de precios distorsiona las señales económicas al intervenir sobre la oferta y la demanda. Los precios no solo reflejan el costo de un bien, sino también las condiciones del mercado. Un precio elevado puede indicar escasez de insumos o problemas en la producción, mientras que un precio bajo refleja eficiencia o abundancia. Al fijar precios artificiales, el Estado priva a los agentes económicos de esta información, generando efectos adversos como escasez y sobrecostos.
La reciente propuesta del gobierno de Luis Arce de controlar precios y confiscar bienes ha despertado preocupación entre productores y analistas. La Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (Anapo) advirtió que estas medidas podrían llevar a la quiebra a su sector, afectando empleo e ingresos. Además, el debilitamiento del boliviano frente al dólar ha encarecido insumos y productos importados, aumentando los costos de producción y agravando la presión económica sobre los sectores productivos.
En Bolivia, la disposición séptima del Presupuesto General del Estado 2025 plantea un giro autoritario en el manejo económico, otorgando al gobierno facultades para intervenir y confiscar bienes con el fin de garantizar alimentos esenciales. Estas acciones no solo vulneran la propiedad privada, sino que generan paralelismos claros con las prácticas de Venezuela, donde medidas similares agravaron el desabastecimiento y la dependencia estatal. Para los productores bolivianos, estas medidas representan un ataque directo a su capacidad de operar, poniendo en riesgo empleos y la estabilidad económica del país.
El control de precios también tiene implicaciones políticas. Con niveles de aprobación presidencial de apenas el 18%, estas medidas podrían interpretarse como un intento de ganar apoyo popular mediante intervenciones estatales. Sin embargo, estas políticas suelen ser un arma de doble filo: aunque pueden generar respaldo inmediato, sus consecuencias económicas tienden a provocar un descontento generalizado a largo plazo.
A nivel macroeconómico, el debilitamiento del tipo de cambio añade complejidad. Mientras el boliviano pierde valor frente al dólar, los costos de producción, especialmente en bienes que dependen de insumos importados, se disparan. En este contexto, el control de precios actúa como un paliativo temporal que no resuelve los problemas estructurales, como las presiones internas y externas que enfrenta la economía boliviana.
Además, estas políticas pueden fomentar la corrupción. Funcionarios públicos podrían usarlas para extorsionar a comerciantes y productores, aumentando la desigualdad y debilitando la confianza en las instituciones. Este es otro aspecto que refleja las fallas inherentes al control estatal sobre los mercados.
La experiencia de Cuba y Venezuela es una advertencia clara: el control de precios puede ser atractivo a corto plazo, pero sus efectos a mediano y largo plazo son devastadores. En Bolivia, el gobierno del MAS parece repetir errores del pasado, adoptando medidas que desincentivan la producción y fomentan la informalidad. Para evitar un futuro similar, es esencial implementar políticas económicas integrales que fortalezcan la producción y promuevan la inversión, asegurando un desarrollo sostenible.
Es crucial que los ciudadanos comprendan las implicaciones de estas políticas. Aunque el control de precios pueda parecer una solución inmediata para proteger a los consumidores, sus consecuencias suelen ser contraproducentes. Resolver los problemas económicos de manera sostenible requiere fomentar la producción, fortalecer las instituciones y crear un entorno estable. Solo mediante un enfoque basado en la realidad del mercado será posible superar los desafíos estructurales que enfrenta Bolivia y América Latina en general.
El autor es Investigador y analista socioeconómico.