Marcelo Miranda Loayza
En los últimos años, el populismo ha sido objeto de innumerables análisis y reflexiones. Este fenómeno político, caracterizado por su retórica cercana a las masas y su uso hábil de los sentimientos populares es, sin duda, una fuerza importante en el panorama mundial. Sin embargo, uno de los aspectos menos discutidos, pero más alarmantes del populismo, es su aparente conexión con prácticas aberrantes –como la pederastia– que parecieran estar vinculadas a algunos de sus líderes más notorios.
De todo lo mencionado, encontramos ejemplos preocupantes de líderes populistas que han mostrado inclinaciones hacia la explotación sexual de niñas y adolescentes. Desde figuras históricas como Adolf Hitler, en la Alemania nazi, hasta personajes contemporáneos en el ámbito latinoamericano, como ser Juan Domingo Perón y su justicialismo argentino; lastimosamente, esta tendencia parece repetirse constantemente. Esta realidad no es simplemente un caso de poder desmedido, sino de una cultura de impunidad que permite a estos líderes satisfacer sus deseos más oscuros; todo bajo el manto de una retórica popular que, irónicamente, se presenta como protectora de niños y mujeres.
En este contexto, no resulta sorprendente que algunos defensores de la pederastia hayan encontrado espacio y admiración en estos círculos populistas. Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre y Michel Foucault, todos ellos pensadores influyentes en la Francia laicista, han sido acusados de normalizar o incluso promover ciertas prácticas ligadas a la pederastia. Es aún más curioso que, en países con liderazgos conservadores y cristianos, el terreno ganado por estos pensadores sea totalmente limitado, pues son justamente los valores tradicionales los que no permiten este tipo de desviaciones ideológicas.
Por otro lado, también es relevante observar cómo los regímenes progresistas que tanto promueven la igualdad y los derechos de las mujeres y los niños suelen estar vinculados a tasas elevadas de feminicidios y trata y tráfico de personas. Estos datos parecen contradecir los discursos igualitarios y humanitarios que predican. Es decir, mientras los líderes de estas naciones se llenan la boca hablando de derechos y justicia social, en la práctica, muchos de ellos participan, toleran o ignoran las peores formas de abuso y explotación sexual. Esto deja entrever una desconexión entre lo que se dice y lo que se hace.
¿Cómo es posible que las masas cierren los ojos ante estas conductas tan aberrantes? Es aquí donde entra en juego el poder del dinero y la influencia que los líderes populistas ejercen sobre sus seguidores. Con suficiente dinero y manipulación, parece que es posible silenciar las conciencias y borrar las fronteras entre lo moral y lo inmoral.
La filósofa Hanna Arendt lo describió de manera acertada en su análisis sobre «la banalidad del mal». A menudo, no es el malvado consciente quien comete las peores atrocidades, sino el individuo común que, por miedo, conveniencia o simple deseo de pertenencia, participa en actos monstruosos sin cuestionarlos. En el caso del populismo, muchos seguidores simplemente eligen no ver, no oír y no hablar sobre las prácticas bizarras de sus líderes, bajo la justificación de que «lo importante es el bien común».
Este fenómeno nos lleva a preguntarnos si el populismo no está basado, en última instancia, en una especie de ceguera colectiva. Las promesas de justicia social, de igualdad y de protección del pueblo suenan atractivas, pero detrás de ellas se esconde un sistema corrupto, donde los líderes disfrutan de una impunidad total para satisfacer sus deseos más oscuros.
¿Por qué, entonces, seguimos viendo el auge del populismo progresista en diferentes partes del mundo, a pesar de todas estas evidencias? Tal vez la respuesta esté en la falta de un pensamiento crítico en la mayoría de la población. Las masas, bombardeadas por discursos emotivos y promesas grandilocuentes, no se toman el tiempo de reflexionar sobre las verdaderas implicaciones de apoyar a estos líderes. El populismo prospera en un ambiente donde el análisis profundo y la crítica son sustituidos por la emoción y la lealtad ciega.
Es crucial que empecemos a cuestionar no solo a los líderes, sino también a nosotros mismos. ¿Hasta qué punto somos responsables de perpetuar este ciclo de impunidad? ¿Es posible que, al apoyar a estos líderes populistas, estemos contribuyendo a un sistema que normaliza y protege prácticas aberrantes como la pederastia? La respuesta, aunque incómoda, es probablemente afirmativa.
El autor es teólogo, escritor y educador.