Rolando Coteja Mollo
En el panorama actual, donde las redes sociales amplifican cada descontento y los medios tradicionales compiten por captar la atención mediante titulares cada vez más sensacionalistas, la crítica hacia la clase política se ha convertido en un deporte nacional en prácticamente todos los países democráticos. Las acusaciones de división, corrupción e ineficiencia no solo saturan los espacios públicos de debate, sino que han penetrado profundamente en la conciencia colectiva, generando un clima de desconfianza generalizada hacia las instituciones políticas.
Sin embargo, esta situación plantea una paradoja fundamental: si el descontento es tan profundo y generalizado, ¿por qué aquellos que articulan las críticas más agudas no dan el paso hacia la participación política activa? Esta pregunta, aparentemente simple, desentraña una compleja red de contradicciones que caracteriza a la sociedad contemporánea. Por un lado, existe una demanda incesante de cambio y transformación; por otro, una notable resistencia a ser los agentes de ese cambio.
La sociedad boliviana parece haber desarrollado una peculiar forma de tercerización de la responsabilidad, donde resulta más cómodo señalar culpables que asumir el papel de protagonistas en la construcción de soluciones. Esta actitud revela no solo una contradicción ética, sino también una peligrosa forma de autoengaño colectivo.
Es fundamental comprender que la clase política no es una entidad abstracta que existe en el vacío. Los políticos emergen del mismo tejido social que pretende distanciarse de ellos. Son, en esencia, un reflejo directo de los valores, contradicciones y aspiraciones de la sociedad que los elige. Cada proceso electoral es un ejercicio de autodefinición colectiva, donde la ciudadanía no solo elige representantes, sino que también proyecta sus propias características y limitaciones.
El ejercicio democrático va más allá del mero acto de votar. Implica un compromiso continuo con el desarrollo y la supervisión de las políticas públicas. No obstante, muchos ciudadanos se limitan a ejercer su derecho al voto sin involucrarse en los procesos de deliberación y construcción de consensos que deberían preceder y suceder a cada elección.
Existe una percepción generalizada de la política como un ámbito contaminado por intereses mezquinos y luchas de poder. Esta visión, aunque no carente de fundamento en muchos casos, se ha convertido en una profecía autocumplida que alimenta la apatía y el distanciamiento. La ironía reside en que esta actitud termina fortaleciendo precisamente aquello que se critica.
La pasividad ciudadana (de la gente especialmente buena) tiene un precio alto: la perpetuación de los problemas que son denunciados. Cuando los individuos capacitados y con visión crítica se mantienen al margen, dejan el campo libre para que otros, quizás menos preparados o con intenciones menos nobles, ocupen los espacios de poder y toma de decisiones.
El desafío de la participación activa e involucrarse en política requiere más que buenas intenciones. Demanda la capacidad de: a) negociar y construir consensos, b) enfrentar la complejidad de los problemas públicos, c) mantener principios éticos bajo presión, d) equilibrar ideales con realidades prácticas, e) asumir responsabilidades y consecuencias, y f) hacia una nueva cultura de participación.
La transformación social que muchos anhelan solo será posible cuando se supere la división artificial entre “críticos” y “actores políticos”. Es necesario desarrollar una nueva cultura de participación, donde: a) la crítica sea acompañada de propuestas concretas, b) el análisis intelectual se traduzca en acción práctica, c) la responsabilidad se asuma de manera colectiva, y d) el compromiso ciudadano trascienda los ciclos electorales.
El camino hacia una mejor política no pasa por la crítica estéril, sino por el compromiso activo de aquellos que tienen la capacidad de analizar y proponer soluciones. La verdadera transformación requiere que los ciudadanos trasciendan el papel de espectadores críticos y se conviertan en protagonistas del cambio que desean ver.
La responsabilidad compartida implica reconocer que la calidad de nuestra democracia no depende exclusivamente de “los políticos”, sino de la capacidad y voluntad de cada ciudadano para contribuir activamente en la construcción de una mejor sociedad. Solo cuando esta verdad sea asumida plenamente, podremos comenzar a cerrar la brecha entre la crítica y la acción, entre los ideales y su realización práctica.
El autor es politólogo.
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