Marcelo Miranda Loayza
Imaginemos por un momento que la Navidad se extendiera a lo largo de todo el año. Bajo los parámetros de la sociedad de consumo en la que nos desenvolvemos, esto podría significar un interminable ciclo de estrés y gasto. Las calles permanecerían decoradas con luces y figuras navideñas, los centros comerciales saturados de ofertas y el omnipresente Santa Claus con su “jo, jo, jo” se convertiría en parte del paisaje urbano cotidiano. La supuesta “alegría navideña” estaría dominada por el consumismo y el hedonismo, dejando a muchas personas atrapadas en una carrera sin fin por cumplir con las expectativas comerciales de la época.
Sin embargo, este panorama no sería igual para todos. En ese eterno diciembre, millones de personas en situación de pobreza experimentarían la Navidad no como una celebración, sino como un recordatorio constante de su exclusión. Mientras unos disfrutan de cenas opulentas y montañas de regalos, otros apenas podrían cubrir sus necesidades básicas. La desigualdad social se haría aún más evidente, alimentando una tristeza profunda y una sensación de impotencia ante un sistema que sólo parece valorar a quienes tienen dinero y poder.
Esta visión pesimista, aunque impactante, invita a reflexionar sobre lo que realmente significa la Navidad. ¿Es, acaso, una festividad únicamente destinada a satisfacer las exigencias del mercado, o tiene un sentido más profundo, más trascendente? Si nos detenemos a pensar, la esencia de la Navidad no debería depender de luces, regalos o banquetes. Su verdadero significado radica en el amor, la esperanza y la renovación espiritual.
El núcleo de la Navidad está basado íntegramente en el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. En este hecho histórico y espiritual encontramos una lección universal: el mayor regalo no es material, sino la vida misma y la oportunidad de compartirla con otros. Si entendiéramos esto, la Navidad podría ser eterna, no en el sentido consumista, sino como una actitud de vida basada en valores como la solidaridad, la empatía y la compasión.
Imaginemos una sociedad donde la Navidad fuera un símbolo de unidad y justicia, en lugar de un tiempo de compras desenfrenadas. En este escenario, no habría espacio para la tristeza de quienes menos tienen, porque la esperanza que Cristo trae consigo impulsaría a las personas a construir un mundo más equitativo. La solidaridad no sería una excepción, sino la norma y el amor sería el principal motor de nuestras acciones.
Si cada día viviéramos como si fuera Navidad, desde su verdadero significado, nuestra perspectiva del mundo cambiaría radicalmente. Compartiríamos más, juzgaríamos menos y estaríamos más dispuestos a ayudar a quienes lo necesitan. Las diferencias económicas no desaparecerían de inmediato, pero nuestra actitud hacia ellas sería distinta: en lugar de competir, buscaríamos cooperar; en lugar de acumular, aprenderíamos a dar.
Este cambio de enfoque también implicaría replantearnos nuestras prioridades: ¿qué es lo que realmente importa, un regalo caro bajo el árbol o el tiempo de calidad con nuestros seres queridos? ¿un banquete ostentoso o la alegría de compartir lo poco o mucho que tengamos? Si elegimos lo segundo, estaremos más cerca de vivir una Navidad eterna.
Por supuesto, no se trata de rechazar por completo las tradiciones navideñas que conocemos. Los regalos, las luces y las celebraciones tienen su encanto y pueden ser parte de la experiencia. Pero el problema surge cuando permitimos que estas cosas eclipsen el verdadero propósito de la festividad. No es malo adornar nuestras casas o dar presentes, siempre y cuando recordemos que lo esencial no está en lo material, sino en la entrega total de Dios para con nosotros a través de su Hijo Unigénito: Jesús.
La Navidad, como símbolo del nacimiento de Jesús, nos invita a renacer también. Nos llama a dejar atrás el egoísmo, el rencor y la indiferencia, y a cultivar en su lugar la generosidad, el perdón y el amor. Este llamado no tiene fecha de caducidad; es un mensaje que podemos llevar con nosotros todos los días del año.
Si logramos vivir con este espíritu navideño permanente, tal vez descubramos que el cambio que anhelamos en el mundo empieza por nosotros mismos. Cada acto de bondad, por pequeño que sea, tiene el potencial de transformar vidas y, en última instancia, de construir una sociedad más justa y solidaria.
En conclusión, si todos los días fuese Navidad bajo el modelo de consumo actual, el mundo se llenaría de desigualdad y superficialidad. Pero si, en cambio, abrazáramos el verdadero significado de esta festividad, podríamos vivir en una Navidad perpetua, marcada por el amor, la esperanza y la Fe.
El autor es teólogo, escritor y educador.