Paralelamente, creció el uso del principal herbicida ligado a estos cultivos: el glifosato. Este crecimiento tuvo consecuencias dramáticas en la salud de los pobladores de las comunidades cercanas a las producciones, así como en los suelos y en la biodiversidad.
En el atlas desarrollan distintos aspectos de un modelo que implica la concentración de tierras y criminalización de campesinos, la destrucción de ecosistemas y economías regionales, el control oligopólico del mercado por parte de un puñado de corporaciones, y el impacto del agronegocio sobre los cuerpos de las mujeres.
Abordan también las resistencias, propuestas y alternativas que surgen de dos modelos en disputa: uno que, a partir de la agricultura industrial, intenta convertir a la agricultura y a los alimentos en una mercancía. Frente a otro, que, de la mano de organizaciones campesinas, de pueblos originarios y de agricultores familiares, busca recuperar la producción de alimentos saludables para garantizar el derecho a la alimentación, de la mano de un modelo de producción agroecológica de base campesina.
Por ejemplo, en el capítulo 6 del Atlas del agronegocio, titulado: Ataque y criminalización de las semillas criollas y apropiación a través de patentes y leyes de semillas, señala que quien controla las semillas, controla la alimentación. Y controlar la alimentación es una forma de controlar la vida.
Es una afirmación simple y palpable que señalan desde hace décadas los campesinos, pueblos indígenas, académicos críticos y activistas socioambientales que cuestionan cómo, desde la llamada “Revolución verde” (de mediados del Siglo XX), las grandes trasnacionales fijaron su mirada en el agro.
Durante las siete décadas posteriores, hasta la actualidad, el mercado de semillas experimentó una creciente concentración en muy pocas manos. Hoy, tres compañías controlan el 60% del mercado mundial de semillas: Bayer-Monsanto, Corteva (fusión de Dow y Dupont) y ChemChina-Syngenta.
La Revolución verde se impone a partir de 1960 como un nuevo paradigma de producción industrializada, basada en los monocultivos, la utilización de maquinaria pesada, la aplicación de agrotóxicos y la concentración de la tierra.
Según ese paradigma, las semillas criollas y nativas son consideradas poco productivas y, por ser consideradas mercancías, deben ser reemplazadas por las “semillas mejoradas” supuestamente más productivas.
Al mismo tiempo, este modelo de agricultura industrial ha producido una devastación de la biodiversidad agrícola, es decir, de las semillas que campesinos y campesinas del mundo crearon desde el comienzo de la agricultura hace diez mil años. La misma FAO (Organización Internacional para la Agricultura y la Alimentación) reconoce que entre 1900 y 2000 se perdió el 75 % de la diversidad agrícola.
La introducción de transgénicos significó un nuevo avance en el control corporativo de las semillas: estas se encuentran patentadas en países como Estados Unidos y Canadá -cuyas legislaciones así lo permiten- y existen fuertes presiones para que estas patentes se apliquen también en el resto de los países.
El desarrollo de los transgénicos, entonces, no sólo tiene como objetivo incrementar el uso de agrotóxicos (fabricados por las mismas empresas que patentan los eventos transgénicos), sino también consolidar el monopolio sobre las semillas, señala el documento.
Menos bosques
El avance del modelo transgénico se cobró la destrucción de millones de hectáreas de bosques, desde la Amazonía de Brasil y Bolivia hasta el Gran Chaco Americano de Paraguay y Argentina. Entre los inicios de la década de 1990 y el año 2017 se arrasaron, en promedio, más de 2 millones de hectáreas por año.
En Argentina se destruyeron 5,6 millones de hectáreas entre 1998 y 2017. Las provincias más desmontadas (entre 2007 y 2017) fueron Santiago del Estero (1.847.960 hectáreas), Salta (1.406.004), Chaco (650.361), Formosa (418.796), Córdoba (296.969), San Luis (209.240), Entre Ríos (134.916) y Tucumán (102.162).
En Bolivia se arrasaron 5,1 millones de hectáreas entre 1990 y 2016. El departamento con mayor deforestación es Santa Cruz de la Sierra, donde están concentradas las empresas agroindustriales. Otros departamentos, con cifras menores, son Tarija, Beni, La Paz y Chuquisaca.
La deforestación en Santa Cruz de la Sierra afecta a comunidades indígenas que viven del aprovechamiento de los bienes naturales del bosque, en particular los indígenas de Guarayos, Lomerío e Isoso, señala el Atlas.