Augusto Vera Riveros
Luego de atravesar la península del Sinaí asistidos por un beduino, cruzar la línea fronteriza de Egipto y llegar al puesto de control migratorio de Israel, mi primera impresión en este territorio, fue la notoria diferencia con el edificio que unos metros atrás había quedado para mí, cuya modestia en términos de acabado y mueblaje, contrastaban ampliamente con el que albergaba a los funcionarios judíos. Era una estructura propia del primer mundo. Y cuando a mis acompañantes y a mí, nos invitaron a tomar asiento en un confortable recibidor, lo segundo que provocó mi atención, fue una fotografía de gran dimensión enmarcada en un delicado bastidor que rodeaba a Menahem Begin y Anwar Sadat, primer ministro de Israel y presidente de Egipto, respectivamente, en la década de los setenta. Pero en medio de los dos líderes estaba la figura sonrisueña de Jimmy Carter, promoviendo un apretón de manos entre los —hasta entonces—, irreconciliables mandatarios.
Para mí, fue la representación gráfica de un hecho histórico mundial que, quien sabe por qué razones estaba ahí colgada en esa pared; una representación de cuando Israel quedó en una frágil paz con Egipto, pese a que luego no respetó otros compromisos de ese célebre acuerdo promovido por un gringo, miembro de un repertorio de presidentes de la primera potencia mundial que tampoco tiene tradición de imparcialidad en la resolución de conflictos internacionales.
La Guerra de los Seis Días de 1967, en la que Israel hizo su primer ataque preventivo a los árabes que lo rodean, fue el inicio del conflicto, habiendo tomado la franja de Gaza y la Península del Sinaí por varios años. Para el acuerdo de paz, y contra todo pronóstico, dada la antigua enemistad entre árabes y judíos, fue el presidente Anwar Sadat el de la iniciativa, pero fue un excepcional hombre de paz, como Jimmy Carter, el que, en la casa de retiro de los presidentes de los Estados Unidos de América, hizo posible lo que por muchos años el mundo pensó que jamás ocurriría. Los resultados de ese histórico acuerdo, contemplaron la devolución de la Península del Sinaí a Egipto, un marco de paz en Oriente Medio y la normalización de las relaciones entre los dos países vecinos.
El presidente Carter, quien gozó de mucha popularidad en el mundo, más que en su propio país, fue el artífice de la devolución del Canal de Panamá, a Panamá en 1999. Ese fue otro suceso histórico de su prolífico activismo. El 31 de diciembre último, se cumplieron 25 años del control irrestricto y soberano por parte de su legítimo propietario.
Ha muerto el hombre conciliador por excelencia, cuya personalidad y formación humanista y de fe cristiana y que raramente renunciara a la aceptación de sus propios gobernados a cambio de una contribución verdaderamente efectiva para el mundo, para las relaciones internacionales y para el reconocimiento de la soberanía de los pueblos más débiles. La impronta de su legado se ha extendido a la defensa obstinada de los derechos humanos y de las democracias, particularmente en Latinoamérica. Ha mediado en conflictos como los de Haití y en la crisis de Corea del Norte en 1994. Fue también un luchador por la niñez del mundo.
Desde mi punto de vista y aunque las ambiciones humanas y el fanatismo religioso desvirtuaron con los años posteriores el célebre abrazo de Camp David, que significó el Nobel de la Paz para Anwar Sadat y el ex terrorista de la ultra derecha Menájem Begin, que derivó en el asesinato del ilustre egipcio; a los 100 años de edad, dejó este mundo un hombre de talla gigante en lo moral, en lo diplomático y en lo político: Jimmy Carter, también premio Nobel nunca más merecido, que fue de esa estirpe de hombres que el mundo produce cada vez menos y a los que se los extrañará cada vez más.
Begin tuvo una actitud más bien impositiva en el proceso de paz de Camp David, pero Carter, fiel a los principios del Evangelio, logró un abrazo entre la Torá y el Corán, que el expansionista Israel, más temprano que tarde deshonró, pues incumplió algunos de los acuerdos a que Carter contribuyó decisivamente. El desaparecido expresidente norteamericano hizo mucho a favor de la humanidad, y a pesar de la actual crisis de Medio Oriente, enseñó que hay políticas de Estado que pueden ser modificadas, cuando el fin es la paz en el orbe. “La ecuanimidad y no la fuerza deben estar en el centro de nuestros tratos con las naciones del mundo” es no solo autoría literal sino convicción humanista del preclaro hombre.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.