Jorge Roberto Marquez Meruvia
Nada debería sorprendernos, aunque es difícil no quedarse atónito con lo que observamos en el día a día del desgaste de las autoridades. Vivimos en un constante estado de inexistencia del gobierno. El país lleva más de quince días de bloqueos, a los cuales debemos agregar la escasez de dólares y de productos de primera necesidad. Ante el escenario macabro por el cual pasa toda la ciudadanía, el presidente Luis Arce salió en un mensaje televisado que podría resumirse en uno de los soliloquios de Jacques Deza: “Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera; ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas (no es muy amplia la gama de lo que se puede intentar contar), o lo que antiguamente se llamaban cuitas, quién no las tiene o si no se las busca; ‘la infelicidad se inventa’, cito a menudo para mis adentros, y es una cita cierta cuando son desdichas que no vienen de fuera y que no son desdichas inevitables objetivamente, no una catástrofe, no un accidente, una muerte, una ruina, un despido, una plaga, una hambruna o la persecución sañuda de quien nada ha hecho, de ellas está llena la Historia y también la nuestra, quiero decir estos tiempos inacabados nuestros (y hasta hay despidos y ruinas y muertes que sí son buscados o merecidos o que sí se inventan)”.
La crisis comenzó en febrero de 2023, cuando la balanza comercial del Banco Central de Bolivia no pudo ocultar que los dólares se convertían en una moneda escasa. Comenzaron las filas y las programaciones para adquirirlos desde sus oficinas, mientras la propaganda gubernamental repetía sin sonrojo que todo estaba bien. Negar la realidad fue la respuesta irracional, confiados en que de alguna manera inexplicable y quizá mágica todo tendría que solucionarse, sin saber cuándo y cómo. La vacua esperanza de la revolución democrática y cultural era la inamovilidad, la exasperante quietud.
La crisis comenzó a mostrar las fisuras dentro del Movimiento al Socialismo y dio la oportunidad para que Evo Morales tomara el papel de jefe indiscutible y para quebrar la mayoría parlamentaria, mientras el gobierno seguía con una actitud apacible, esperando un milagro. El caos, la crisis y la escasez comenzaron a copar los titulares de todos los medios de comunicación. Al verse sin mayoría, el gobierno decidió cercenar las atribuciones parlamentarias, como la interpelación a los ministros, la censura y la fiscalización, con el apoyo del Tribunal Constitucional, demostrando que el Ejecutivo tiene la capacidad de manipular la justicia. Obviamente, esto último no es novedoso y es una práctica habitual desde que el MAS está en el poder.
La destrucción de las instituciones estatales llega a tal grado que, dentro del territorio del país, en pleno eje central, existen áreas independientes del Estado. Tanto es así que la policía y las fuerzas de tarea conjunta debieron ser evacuadas de diversos sectores del Chapare. No podemos olvidar que en el trópico de Cochabamba, los cocaleros, en una defensa ciega e intransigente de Evo Morales, comenzaron a tomar regimientos militares; el presidente Arce debe sentir el vacío del poder y que el poder existe en ejercicio. El presidente, la policía y las fuerzas armadas no tienen la capacidad de hacer cumplir la Constitución.
No importa el perjuicio a la población, a las mayorías populares que cada día sufren el embate de la crisis; lo importante parece ser observar hasta dónde llegan los caprichos de Morales y el poder de la coca, que hoy demuestran que pueden hacer con Bolivia lo que se les venga en gana. Quietud, inmovilidad, miedo e incapacidad son la muestra del gobierno actual ante la realidad de los bolivianos. El fin de ciclo del MAS tendrá un alto costo para todos.
El autor es politólogo.