Marcelo Miranda Loayza
La filosofía, alguna vez considerada la madre de todas las ciencias, hoy parece estar relegada a un rincón polvoriento del pensamiento humano. En la era de la tecnología y los algoritmos, el arte de la reflexión crítica parece haber perdido su brillo. Lo que antes era un esfuerzo continuo por cuestionar y comprender, hoy se encuentra ensombrecido por una preferencia hacia respuestas fáciles y rápidas, otorgadas por una red omnipresente de información superficial y engañosa. La pregunta que nos debemos hacer es: ¿hemos dejado de pensar?
La ciencia empírica ha logrado avances increíbles, y no hay duda de que ha contribuido al bienestar humano en formas que la filosofía no podría haber imaginado por sí sola. Sin embargo, en este proceso, parece haberse instaurado una falsa dicotomía: ciencia y filosofía como rivales, en lugar de como compañeras en la búsqueda de la verdad. La tecnología, con su capacidad para resolver problemas a gran escala, ha seducido al hombre moderno, a tal punto que ahora preferimos respuestas automáticas en lugar de las incómodas preguntas que nos forzaban a pensar.
La crisis no es sólo externa, es también interna. Muchas facultades de filosofía a nivel mundial, una vez elogiadas por su capacidad de fomentar la libre reflexión, se han transformado en centros de reproducción ideológica. Alineadas con posturas progresistas de izquierda, han abandonado el objetivo de generar pensamiento crítico para convertirse en vehículos de adoctrinamiento. En lugar de promover la diversidad de ideas y el debate abierto, muchas de estas instituciones se han convertido en cámaras de eco que repiten una sola narrativa.
Este monopolio del pensamiento se evidencia en la exclusión de ciertos autores y corrientes. Nombres como Sir Roger Scruton, Jordan Peterson o Joseph Ratzinger, figuras que representan una visión crítica del pensamiento contemporáneo, apenas encuentran lugar en las aulas. Incluso filósofos clásicos, como Immanuel Kant, han sido desplazados por figuras de la tristemente célebre Escuela de Frankfurt, cuyas ideas se han vuelto hegemónicas en muchos espacios académicos. La pluralidad intelectual, necesaria para el sano desarrollo del pensamiento, está en crisis.
El fenómeno va más allá de las universidades. A nivel general, la educación escolarizada también sufre las consecuencias. En muchas currículas escolares, la filosofía ha sido marginalizada o eliminada por completo. Se da prioridad a materias “prácticas” o “productivas”, mientras que el pensar filosófico, que fomenta la curiosidad y el análisis profundo, se percibe como innecesario o, incluso, subversivo. En este sentido, la filosofía ya no es vista como un ejercicio vital para el ser humano, sino como una reliquia de un pasado elitista y distante.
Este deterioro del pensamiento filosófico no es casualidad. Se inserta en un contexto de creciente control ideológico a nivel global. Al igual que en la distopía de George Orwell (1984), los sistemas de poder actuales parecen tener poco interés en fomentar la reflexión crítica entre los ciudadanos. Un pueblo que piensa es un pueblo que cuestiona, y un pueblo que cuestiona es un peligro para los sistemas que prefieren la conformidad ciega. Basta observar los lineamientos de la agenda 2030 de la ONU para identificar indicios de este fenómeno: directrices que, si bien parecen orientadas hacia el bienestar global, podrían, en última instancia, desincentivar el cuestionamiento individual a favor de un “bien común” definido por unos pocos.
La era de los algoritmos también juega un papel crucial en este proceso. Las redes sociales, diseñadas para maximizar la atención y minimizar la reflexión, han reducido la capacidad del individuo de concentrarse en una idea compleja. La información es dada en dosis rápidas y superficiales, lo cual refuerza la idea de que no necesitamos pensar por nosotros mismos, sino simplemente consumir lo que se nos entrega. Esta dinámica refuerza un ciclo de pasividad intelectual, en el que el acto de pensar se ve como innecesario y fatigoso.
La solución a este problema puede ser tan sencilla como radical: apagar el celular y abrir un libro. En un mundo saturado de estímulos, el simple acto de detenerse a leer y reflexionar puede ser el mayor acto de resistencia.
Si somos capaces de revalorizar el pensamiento crítico y la reflexión filosófica, no solo estaremos resistiendo a las presiones de un mundo que prefiere que no pensemos, sino que también estaremos reivindicando nuestra libertad más fundamental: la libertad de decidir quiénes somos y qué queremos ser. En este sentido, el mayor acto de rebeldía es también el más simple: pensar por nosotros mismos.
El autor es teólogo, escritor y educador.