Ignacio Vera de Rada
Cuando en junio de 2020 se produjo el cierre del Ministerio de Culturas y Turismo, creí que, de entre todos los abusos que estaba cometiendo el Gobierno de Jeanine Añez, aquel había sido un hecho relativamente beneficioso. Ahora, pasados aproximadamente cinco años de aquel acontecimiento, pienso lo mismo.
¿Podían los amantes y cultures de las artes ser tan ingenuos como para creer que, sin un Ministerio de Culturas, la cultura o el arte se perjudicarían o se verían amenazados? Al parecer, sí, ya que apenas se cerró tal cartera de Estado, muchos gestores culturales y artistas, con una alta dosis de candidez, se rasgaron los trajes y pegaron un grito al cielo; las redes sociales, por ejemplo, se inundaron de furiosos reclamos, muchos de ellos acompañados del hashtag #NoSoyUnGastoInútil. Lo cierto es que los artistas, en momentos de crisis económica, y sobre todo cuando son serviles a un régimen autoritario, sí lo son. Son un gasto inútil, pero además ofensivo, teniendo en cuenta la realidad económica de un país pobre como Bolivia. No se debe comprar mantequilla cuando no hay dinero para comprar pan.
Sucede que la cultura financiada por el Estado suele ser propaganda ideológica disimulada (y a veces ni tan disimulada), sobre todo cuando el gobierno es de tendencias totalitarias. En estas casi dos décadas de Proceso de Cambio, por ejemplo, en todas los concursos culturales o artísticos que el Estado lanzó, ya sea a partir de ministerios o de instituciones como la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FC-BCB), no hubo obra artística ganadora (sea esta una película, un libro, una pintura o una escultura) que fuera irreverente o crítica con el régimen o con la filosofía de éste; los artistas que se beneficiaron con los premios de esos concursos fueron solamente aquellos que escriben, cantan, pintan y esculpen obras que siguen las líneas de lo decolonial, lo plurinacional, lo popular y lo nacionalista, o al menos aquellos que son “inofensivos” para el gobierno. Perder el tiempo sería buscar, entre las obras galardonadas, una escultura de sílfide, una novela de trama cosmopolita y liberal, una pintura que siga patrones clásicos o conservadores o un documental crítico con los populismos de izquierda.
Pero la cultura, la gran cultura, la que trasciende, nunca fue amparada por el Estado ni creada por artistas obsecuentes con un régimen político. ¿Alguien recuerda La batalla de las razas, del pintor nazi Ziegler, o El gran Stalin, del pintor comunista Gerasimov? ¿Recuerda alguien los libros que fueron escritos para elogiar la Revolución cultural china, como Los cantos rojos? Todas esas obras tienen solo un valor museístico: su valor radica en lo que se puede estudiar en ellas sobre, por ejemplo, el autoritarismo o la corrupción de los artistas. En cambio, seguimos leyendo, por placer y como alimento espiritual e intelectual, los libros que se enfrentaron a las tendencias abusivas, los que les sobrevivieron, los que les fueron irreverentes, o sencillamente los que se hicieron al margen de toda influencia política o estatal. Y lo mismo sucede con las películas, la música o las obras de teatro.
En todos estos años, como ocurre casi siempre con los regímenes populistas y autoritarios, muchos artistas y gestores culturales se convirtieron en una especie de satélites o sus agentes, y a favor de ello obtuvieron puestos en instituciones públicas como la FC-BCB, con pingües salarios. La maquinaria burocrática de esa fundación y del Ministerio de Culturas, Descolonización y Despatriarcalización le cuesta al contribuyente mucho dinero, pero sobre ese despilfarro nadie reclama mucho, ni siquiera los mismos artistas críticos del Gobierno, ya que éstos piensan que, eliminando las instituciones públicas destinadas al fomento cultural, la cultura y el arte se verían amenazados. No se dan cuenta de que la cualidad independiente del arte, es lo que hace de éste valioso, porque lo dota de un contenido rebelde y lo hace libre.
Cabe preguntarse si esta situación es irremediable o si la creación cultural subvencionada por el Estado está condenada a ser propagandística… En realidad, pienso que no. En países altamente democráticos, las instituciones públicas dedicadas al fomento cultural (como la Fundación de las Artes Danesas) no son propagandísticas, sino meritocráticas: premian la calidad y no la ideología. Pero para llegar a eso nos falta transitar todavía un buen trecho.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.