Marcelo Miranda Loayza
El transporte sindicalizado en nuestro país se ha convertido en un peligro constante para la seguridad de los ciudadanos. Lejos de ser un servicio eficiente y seguro, representa una amenaza diaria para los usuarios y peatones. A pesar de los constantes accidentes y abusos, las autoridades parecen incapaces de regular eficazmente este sector, lo que deja en la indefensión a miles de personas que dependen de este medio de transporte.
Uno de los peores problemas es el estado del parque automotor. En nuestras calles circulan vehículos con más de 30 años de antigüedad que han superado, ampliamente, su vida útil. Muchos de éstos han sido «modificados» de manera artesanal, con adaptaciones que no cumplen con los estándares de seguridad necesarios.
El uso de gas licuado sin las medidas de seguridad adecuadas es otro factor de riesgo. La conversión de motores para funcionar con garrafas de cocina es una práctica común en el transporte público, lo que ha ocasionado múltiples explosiones e incendios. Aun así, no son tomadas medidas necesarias para frenar esta situación.
A la precariedad de los vehículos se suma la falta de un mantenimiento adecuado. Muchos de estos motorizados pasan las inspecciones técnicas sin cumplir con los requisitos mínimos de seguridad. Las «facilidades» que se les otorgan a los transportistas para evadir controles han convertido las fallas mecánicas en un problema recurrente.
No sólo los vehículos representan un peligro, también lo hacen quienes los conducen. Existen choferes con antecedentes penales, sin la experiencia suficiente o con un historial de infracciones alarmante. Sin embargo, siguen manejando sin restricciones, poniendo en riesgo la vida de sus pasajeros y de los transeúntes.
Los accidentes relacionados con el transporte sindicalizado han dejado de ser noticia; se han vuelto una parte normal de nuestra realidad cotidiana. Peor aún, estos siniestros rara vez reciben una sanción ejemplar, ya que el sistema judicial parece favorecer la impunidad de los responsables.
La violencia y el maltrato por parte de los conductores son una queja constante de los usuarios. A pesar de ofrecer un servicio deficiente, los transportistas exigen incrementos en las tarifas cada año, bajo la promesa de mejorar el servicio, algo que nunca sucede.
El poder de los sindicatos del transporte es otro obstáculo para cualquier intento de reforma. Cuando son planteadas regulaciones más estrictas, las protestas y bloqueos paralizan la ciudad, obligando a las autoridades a ceder ante sus demandas. Este chantaje ha permitido que la crisis del transporte persista sin soluciones reales.
Para acabar con esta crisis, es fundamental renovar el parque automotor. Todo vehículo con más de 10 años de servicio debería ser retirado de circulación. Esta medida, aunque drástica, garantizaría una mejora sustancial en la seguridad del transporte público.
También es urgente establecer controles más rigurosos para la habilitación de conductores. Se debe exigir antecedentes limpios y una capacitación exhaustiva para quienes deseen trabajar en el transporte público. Un chofer irresponsable puede convertirse en un asesino al volante.
Otro aspecto clave es la aplicación de sanciones ejemplares. No puede seguir siendo normal que los responsables de accidentes mortales queden en libertad o reciban penas mínimas. La justicia debe actuar con firmeza para frenar la impunidad.
Es necesario que las autoridades dejen de ceder ante los chantajes de los sindicatos del transporte. Se debe gobernar pensando en el bienestar de la mayoría y no en los intereses de un grupo privilegiado que ha convertido el transporte público en su monopolio personal.
Si no son tomadas medidas urgentes, los accidentes seguirán cobrando vidas, el mal servicio persistirá y la impunidad continuará reinando. No podemos resignarnos a que el transporte sindicalizado siga siendo una amenaza constante.
En conclusión, el transporte sindicalizado en su estado actual es insostenible. La renovación del parque automotor, la regulación estricta de los conductores, la modernización del sistema y la aplicación de sanciones ejemplares son medidas urgentes. Sólo así podremos garantizar un transporte digno y seguro para todos.
El autor es teólogo, escritor y educador.