“¡Llegó el sur!”, oía a mamá o a alguna de mis tías cuando yo era chico, y era el momento en que mi madre me disfrazaba con una chompa de ella que me llegaba hasta las corvas. Eso lo tengo clarito, sin ninguna exageración. El surazo como los aguaceros diluviales llegaban a Santa Cruz sin anunciarse. No existían las bellas de la televisión que predicen el tiempo y que vaticinan lo que nos espera en los próximos tres o cuatro días. No había el Senamhi que alerta sobre fríos polares y muchas veces acierta.
Los surazos en invierno llegaban como los turbiones, sin avisar. Si los surazos dejaban encerrados a los cruceños en sus casas porque no teníamos como combatir el frío, los turbiones, cuando llovía con ira, arrasaban con todo lo que encontraban a su paso, aislando poblados e inundando sembradíos. Y el Piraí hasta osó recuperar su lecho original en el turbión de 1983 y apoderarse por unos días de Equipetrol. Mas Santa Cruz –Bolivia en general– está muy distante de los grandes cataclismos que se producen en el mundo, como son los terremotos, sunamis, crueles sequías, e inundaciones que se llevan poblaciones enteras. Somos una tierra bendita.
El frío nos hace renegar algunas veces, pero hay que reconocer que nuestro invierno es beneficiosamente corto, aunque esperado porque es necesario. El año pasado se produjo un surazo moderado y poco más. No hubo invierno. Sin embargo, este 2024 la heladera se ensañó con los cambas, y comenzó con sus primeros alientos gélidos en mayo y el frío se ha hecho sentir con todo rigor en junio y julio. Hoy mismo, cuando escribo esta nota, estoy con una estufita eléctrica que entibia mi pequeño escritorio y que me está calentando los tobillos…
El frío de La Paz según mi propia experiencia y lo que dicen los paceños, no se siente como aquí, pero es permanente, aunque tiene días radiantes de sol. Otra cosa es, por supuesto, nuestro feo surazo con llovizna, con chilchi, que produce una humedad que con nada se puede combatir.
Como los surazos son dos o tres que se hacen sentir y que no duran mucho, los cruceños nos ponemos encima todo lo que pueda abrigar. Al no existir una “estación” invernal auténtica, de tres o cuatro meses sin ver el sol y padeciendo granizo o nieve, en nuestros roperos están los pantalones sport, las camisas de manga corta, los shorts, los mocasines y poco más. Igualmente, en las mujeres, vestidos, pantalones y blusas ligeras, conjuntos de fiesta y sandalias para calzar. Es así como en una temporada invernal imprevista, nos cruzamos en la calle con la extravagancia total: señores de vaqueros abombados, botas de goma, chompas diversas, bufandas, chamarras, guantes, gorras y chulos de lana. Y las señoras recurren a los pantalones gruesos, chompas, chulos, barbijos y chinelas a falta de zapatos cerrados. Otras, simplemente, tienen como “outfit” el único pijama de franela o se lo piden prestado a alguna prima o amiga. Aunque en los lugares “top”, que hay muchos, se ve a unas hermosas jóvenes vestidas a la última moda del invierno europeo, de París o Milán, lo que para lucir en nuestra ciudad resulta un gasto excesivo si el surazo es tan breve como el del año pasado.
Mis recuerdos de cuando yo era un “pelao” entrando a la adolescencia me trasladan a los patios de mis dos abuelas, cuando, para bañarme, tenía que poner a calentar al sol un balde con agua. En cuanto el agua entibiaba desaparecían de la vista las muchachas que servían y yo me bañaba bajo el solazo con tutuma y me enjabonaba con unas pastillas enormes que olían a ropa limpia. No existían champús ni cremas. Es de imaginar que cuando soplaba el sur no se bañaba nadie en el pueblo, ni el prefecto. Menos mal que eso duraba un par de días o tres y nada más.
No recuerdo si por entonces, para calentar los pies, se usaban las bolsas de goma, pero, por lo menos en el campo, se llenaban botellas con agua caliente, se le metían unas pajitas para que no reventaran y se las tapaba con un corcho. Las colchas, que olían a perro mojado, no daban abasto, y entonces las hamacas prestaban su servicio invernal. Con dos hamacas encima de la frazada, el sueño era posible. El desayuno en los corrales era cruel, pero nos desquitábamos calentando las tripas con repetidos platos de locro y majao en el almuerzo y con un suculento café con masaco de yuca y panes con mantequilla casera al atardecer.
Cuando cesaba el frío y aparecía el sol cantaban los tiluchis.