Miguel Ángel Amonzabel Gonzales
Desde su independencia, Bolivia ha estado atrapada en un ciclo interminable de inestabilidad política, con más de 68 presidentes en su historia republicana, resultado de constantes revoluciones y contrarrevoluciones. Esta situación contrasta notablemente con países como Chile, que ha tenido 42 presidentes, y Estados Unidos, con 46, lo que resalta la indomable naturaleza del panorama político boliviano. La traición y la violencia han sido características permanentes del ejercicio del poder, creando un entorno en el que los actos violentos y las traiciones se han vuelto comunes.
La historia política boliviana se inicia con la traición al segundo presidente, Antonio José de Sucre, quien fue baleado y obligado a renunciar ante las intrigas de Casimiro Olañeta, un arquetipo del político boliviano: servil y dispuesto a conspirar en la oscuridad. Esta traición no fue un hecho aislado; el cuarto presidente, Pedro Blanco, fue asesinado cobardemente y encontrado muerto en una quebrada en Sucre. A lo largo de los años, muchos presidentes han sido víctimas de la violencia, asesinados por familiares, amigos y correligionarios.
Las críticas a la política boliviana han resonado a lo largo del tiempo. El escritor Alcides Arguedas denunciaba que el empleo público se había convertido en la única carrera viable, fomentando un “fatal engreimiento” de los caudillos y alimentando la ambición de mediocres dispuestos a traicionar por poder. Franz Tamayo también criticó a los políticos por hacer promesas populistas durante las campañas electorales, que nunca cumplen, lo que genera desconfianza en la ciudadanía. Este uso del Estado para fines personales ha perpetuado un ciclo de desilusión que afecta a toda la sociedad.
En la actualidad, aunque la violencia física puede no ser tan evidente como en el pasado, se ha trasladado a formas más sutiles, como juicios y encarcelamientos que eliminan moralmente a los oponentes. La traición sigue siendo común, como se observa en el caso del presidente Luis Arce, quien reniega de la política energética de gobiernos anteriores, a pesar de haber sido parte de ellos como Ministro de Economía. Muchos de sus actuales colaboradores, que antes defendían fervientemente a Evo Morales, ahora se convierten en críticos, demostrando un cinismo que desconcierta a la ciudadanía. Cuando el actual mandatario se retire de la presidencia, seguro que le pagarán con la misma moneda.
El fenómeno de los “cambios de lealtad” es habitual entre los políticos bolivianos. Muchos, elegidos por un partido, cambian de bando según les convenga, socavando la confianza pública en el sistema. El caso de Manfred Reyes Villa es emblemático; sin haber participado en elecciones, ya tiene una bancada parlamentaria compuesta por opositores, reflejando la deslealtad en el panorama político.
En la política nacional, hay familias que participan activamente en diferentes partidos para asegurarse de que algún miembro esté en el partido ganador y garantizar su sustento del Estado. Existen grupos que están atentos a las figuras populares para acercarse y ofrecer una lealtad que, en el fondo, saben que será pasajera. Algunos partidos políticos alquilan su sigla a candidatos dispuestos a pagar, o permiten que familiares ocupen las franjas de seguridad en las planchas electorales, priorizando el beneficio económico sobre el compromiso político genuino.
De cara a las elecciones de 2025, es probable que veamos alianzas inesperadas entre personas que se dicen de diferentes ideologías, pero que no tienen un compromiso real con sus propuestas. Veremos enemigos personales haciendo campañas juntos, mientras viejos amigos se insultan por estar en partidos opuestos. Además, viejos políticos que habían caído en el olvido resurgen, creyendo que aún pueden ser la solución a los problemas del país, mientras que nuevos actores políticos se presentan como renovadores, aunque sus prácticas no difieren de las de sus predecesores.
La responsabilidad de esta situación recae en gran medida en los políticos, que han hecho de la política su modus vivendi, buscando aprovecharse del poder mientras dura. Sin embargo, la ciudadanía juega un papel crucial en esta dinámica. Muchos votantes eligen a sus representantes sin informarse sobre sus programas de gobierno, antecedentes o compromiso ético. Existe un sector de la población que sigue creyendo en promesas irreales, alimentando el ciclo de desilusión.
A pesar de las críticas, hacer promesas en el juego político es común. Los ciudadanos, y la oposición política, suelen denunciar a los líderes en ejercicio como “mentirosos” y “traidores”, cuando el cumplimiento de las promesas es una expectativa casi utópica en un sistema donde la corrupción y la desconfianza son omnipresentes.
En conclusión, la política boliviana está marcada por la traición y la violencia, reflejando un legado histórico que persiste. La inestabilidad, la corrupción y la deslealtad son características definitorias del sistema. A pesar de algunos destellos de cambio, las viejas prácticas continúan predominando. La falta de interés y desconfianza ciudadana, junto a un ciclo perpetuo de traición entre líderes, sugieren que un cambio profundo es una quimera. Sin un compromiso genuino de los políticos y un despertar crítico de la ciudadanía, el futuro se presenta como un laberinto de corrupción y desilusión, con las esperanzas de un sistema político más justo desvaneciéndose en la cruda realidad.
El autor es investigador y analista socioeconómico.