Manfredo Kempff Suárez
Con la mentalidad cavernaria de muchos de sus súbditos, corriendo de vuelta al paleolítico, nos llega este 199 aniversario de la fundación de nuestra república. Las palabras libertad y soberanía, no son sino voces al viento para los mayores que hemos vivido la historia del país, aunque, afortunadamente, nuestros niños y jóvenes, todavía desfilan con uniformes y bandas, cantando el himno nacional y mostrando emoción en la mirada. Sin embargo, el país está al borde de la bancarrota, desbaratado, sumido en la miseria y en la mediocridad, a la espera de un cambio de gobierno el próximo año, que será lo único que pueda ofrecernos alguna esperanza. Sin dólares, sin combustible, con rentas liliputienses por exportaciones, con empresas estatales fracasadas, con odios políticos insalvables, y de paso con el territorio siempre bloqueado, muy poco es lo que se puede esperar.
Este mal de los bloqueos es lo que hoy nos preocupa mucho, todavía más que referirnos a los próceres libertadores o a las sangrientas batallas que se dieron en el Alto Perú y en los llanos cruceños. ¿Cuántas veces habremos escrito deplorando los bloqueos carreteros que se producen casi a diario en el país? ¿Hará un cuarto de siglo o más que Evo Morales se atrincheró por primera vez en la carretera Cochabamba-Santa Cruz provocando un caos terrible? Ese fue el primer gran bloqueo que obtuvo el “éxito” del que se ufanan todos los bloqueadores. Claro, todos los asedios camineros son “exitosos”, si para evitarlos no interviene con todo vigor la fuerza pública, despeja las piedras y empalizadas, apresa a los cabecillas y espanta a los mirones. Aquello no sucede, por eso somos una nación aislada, eludida intencionalmente por las grandes rutas carreteras de los vecinos, cuando estamos en los umbrales del Bicentenario.
Quienes recurren a cortar los caminos alegan que es una modalidad de protesta que está permitida por la Constitución. Es que esta Constitución sirve para todo en Bolivia, desde interpretarla como plazca, hasta para limpiarse la retaguardia baja. Porque una cosa es que existan los derechos a la protesta, que son aceptados en las naciones democráticas y otra, muy distinta, que, diariamente, alguna región del país permanezca aislada o que, por mandato de un “ampliado” de cuatro pelagatos bravucones, el bloqueo sea general e indefinido, lo que significa la paralización absoluta de todo el territorio.
El “éxito” de todos los bloqueos ante un gobierno inútil y gobernaciones y municipios asustadizos y sin recursos, hace que dialogar, negociar, ofrecer, para nada sirva, y que el bloqueo permanezca hasta que se dé cumplimiento a las exigencias de quienes lo imponen. Se ha creado conciencia en el país de que a los que manejan el poder no hay que pedirles nada por las buenas, sino que ahogarlos por las malas, aislándolos. A veces, como hoy, se lo merecen, pero esa no puede ser la norma, porque es el camino más seguro para convertirnos en una nación baldada, fallida.
Pasa un día de asedio caminero y se soporta, dependiendo de la región; pasan dos, la fruta se comienza a podrir, los atrapados sienten hambre y desde el Ministerio de Gobierno se amenaza con drásticas sanciones a los levantiscos; pasan tres, la fruta y las verduras son tiradas al camino, mueren los pollos y agonizan las vacas de tanta hambre y sed, los bloqueadores piden plata para dejar pasar a los que pueden pagar y aparecen algunos viceministros para negociar, pero sin autoridad para decidir; pasan cuatro días y los choferes y pasajeros padecen sin comida ni bebida ni servicios, ni siquiera un céntimo para dar la coima de rigor. Y lo que ya viene después del cuarto día es de pavor porque, aunque llegan apresurados algunos ministros, ya se han malogrado las entregas de granos en los puertos, se han incumplido contratos, y han perdido dinero los empresarios, los productores medianos y pequeños, los transportistas y toda la larga cadena productiva. Es entonces, cuando, para demostrar su poder, los libertinos de los caminos piden la presencia del presidente de la república en la carretera. Es la forma de echarle fuego a toda negociación.
Santa Cruz estuvo, hasta hace poco, a salvo de los bloqueos. Los cruceños de verdad, marchamos, recorremos las calles de la capital, nos asentamos en las rotondas durante días, pero no se nos había pasado por la mente bloquear caminos. ¿Cómo cercar las rutas por donde comercializamos nuestros productos? ¿A quién se le puede ocurrir semejante barbarie? ¿No es un suicidio acaso? La plaga masista fue el bicho que se metió en nuestra sociedad, el virus que nos infectó peor que el cólera. Basta con ver quiénes encabezan los bloqueos en San Julián, Cuatro Cañadas, Yapacaní, El Torno, Pailón y otros lugares.
Aniversario patrio con caminos cercados o con amenaza de estarlo. Gente desesperada porque pierde su carga o porque no puede trasladarse a otro lugar del país. Y en las vías construidas con tanto esfuerzo y costo para atravesar de océano a océano y ser paso importante del comercio vecinal, se instalan orondos los libertinos ociosos, los “interculturales”, que deciden el destino del tráfico pesado y que anuncian cuándo se puede utilizar una ruta y cuándo no.