Manfredo Kempff Suárez
Cada vez que se producen violaciones en las colonias menonitas vienen a mi memoria las fechorías que cometieron en Manitoba siete jóvenes, allá por los años 2008 y 2009. Viajé a varias colonias, unas más conservadoras que otras, y fue tal mi impresión que terminé escribiendo una novela sobre las aberraciones acaecidas. El centro de las violaciones era Manitoba, extensa, silenciosa, hirviente, sin vehículos, sin teléfonos, sin televisión, sin luz eléctrica, sin tecnología. Me quedé absorto mirando pasar carruajes tirados por caballos guiados por hombres de overol y sombrero alón o por mujeres de vestidos largos, pañuelos al cuello, mantillas, y sombreros con cintas con estilo de siglos pasados. Los hombres hablaban poco y las mujeres nada. Su idioma es el bajo alemán, poco comprensible hasta para los propios alemanes de hoy. Todo expresaba paz en esa tierra, sin embargo, ahí moraban con actitud inocente los violadores más desalmados.
Los profanadores de Manitoba eran siete jóvenes menonitas que ingresaban por las ventanas a los hogares de la colonia, en horas de las noches más oscuras. Rociaban las habitaciones desde los techos con escopolamina o burundanga, extraída de las plantas alucinógenas, la belladona o la mandrágora, concentradas en un spray. Dormían o despojaban de su voluntad a las víctimas que habían elegido y disponían de un tiempo de alrededor de 20 a 25 minutos para fornicar a quienes deseaban, desde niñas o niños, hasta abuelos. Naturalmente que las agresiones se centraban en las jovencitas, en las adolescentes, a quienes desfloraban de manera brutal. Las arcaicas costumbres de la comunidad exigen la virginidad de las muchachas para el casamiento, como algo esencial, así que el drama familiar se tornaba terrible. Por eso mismo, durante los primeros meses de confusión, las madres hablaban de que todo se debía al castigo de Dios, que había permitido al maligno, a Belcebú, para aparecerse en sus casas y castigarlos por sus pecados. Que era necesario rezar para rechazar a Lucifer. Todo eso hasta convencerse que no se trataba sino de diablos vecinos y hasta parientes. Entonces se desató el escándalo y los obispos menonitas tuvieron que recurrir a la Policía boliviana para detener a quienes ellos ya habían identificado y capturado.
Siete violadores fueron sentenciados a 25 años de cárcel en Palmasola, el octavo huyó, y otro, el fabricante de la sustancia adormecedora, Peter Wiebe, fue condenado a 12 años de prisión. No hemos tenido noticias de qué sucedió con los violadores de Manitoba, si están cumpliendo la condena o si algunos han logrado reducirla por buen comportamiento, aunque en los medios se ha informado que Abraham Peter Dick, “el más sinvergüenza” al decir del fiscal del caso, habría comprado por muchos dólares su libertad hace mucho, pero ha vuelto a ser encarcelado.
Se suponía que el ejemplo de las sentencias iba a ser suficiente para que no volvieran a suceder estos actos tan repudiables. No obstante, se han presentado denuncias de nuevas violaciones en colonias menonitas como El Dorado a 150 kilómetros el sur de Santa Cruz de la Sierra, en el municipio de Cabezas, que habría logrado la detención de dos violadores recurriendo a la Fiscalía. Y una señora ha declarado haber sido violada, también en el sur de Santa Cruz, consecutivamente, por cinco depravados.
Según las denuncias que llegan desde El Dorado, existe una nueva arremetida de jóvenes en busca de sexo donde para cometer los excesos nada importa, ni las amistades ni la familia. Se trata de estos delincuentes rubios que trabajan en grupo, adquieren la burundanga en spray y la viagra, y se encaraman en los techos de las cuidadas casas de la colonia para echar por las ventanas, abiertas por el calor, el somnífero que hace efecto rápido y que permite a los violadores el tiempo suficiente para satisfacer sus bajas pasiones con jovencitas vírgenes y niños y niñas púberes.
Según fotografías que hemos podido apreciar en una de las colonias menonitas del sur, estos corajudos trabajadores –hombres y mujeres– están recurriendo a fabricar refugios junto a sus viviendas para pasar tranquilos las noches. Hemos visto una especie de bunker construido con cemento y ladrillos, con ventanucas diminutas, como para que no pase el cuerpo de una persona, con puertas de hierro, donde la familia se encierra con candado para dormir sin el temor a que sus hijos sean violados o ellos mismos, lo que es frecuente. Aunque los jóvenes de hoy son terriblemente complicados y poco afectos a someterse ni a oír consejos, la paz de los menonitas está siendo perturbada por los propios menonitas y serán ellos, quienes, observando los cambios en el mundo, cambien también.