Ronald Nostas Ardaya
El pasado 16 de octubre, las salas constitucionales de Beni y Pando, compuestas cada una por dos individuos desconocidos y designados discrecionalmente, emitieron resoluciones que ordenaban paralizar el proceso de elecciones judiciales. El mismo día, un juez de Caranavi, sin ninguna competencia, emitió similar disposición para la elección de Fiscal General.
Estas grotescas decisiones son ejemplos del modelo de democracia aparente que vive Bolivia, donde los derechos y el bienestar de todos están sujetos a los caprichos y las decisiones de grupos minúsculos y minorías que, a fuerza de presión, amenazas, abusos e impunidad, pueden conculcar las libertades y prerrogativas ciudadanas.
La práctica donde esta contradicción se evidencia con mayor crudeza y frecuencia son los bloqueos de carreteras. De acuerdo a los informes sobre conflictividad elaborados por la Defensoría del Pueblo, entre enero y junio de este año, se registraron 82 bloqueos en el país, algunos de ellos duraron más de 10 días y todos generaron pérdidas incalculables, afectando aún más la situación de crisis económica e inestabilidad social.
Más allá de que la mayoría de las demandas se relacionaba con temas partidarios, resultaba paradójico que los protagonistas de estos bloqueos, eran grupos minúsculos que en algunos puntos no sobrepasaban las 30 personas. De hecho, durante el conflicto iniciado la pasada semana, en los 20 puntos de bloqueos que instalaron, los movilizados no superaban, en total, los 2.000 individuos, pero dañaban directa o indirectamente a 8 millones de personas de 5 departamentos, y generaban perjuicios irreparables por más de 100 millones de $us por día.
Otro escenario donde esta realidad se hace patente es el relacionado con los grupos llamados interculturales. Aunque su número es minoritario, han logrado hacerse del 28% de las tierras tituladas en el país (unas 25 millones de Ha), sobrepasando lo asignado a pueblos indígenas y campesinos tradicionales. Los grupos radicales de este sector han sido relacionados con los avasallamientos, invasión a parques nacionales e incluso con los incendios forestales en tierras del oriente boliviano, pero por la complicidad y el temor a sus bloqueos, actúan con total impunidad.
También se puede señalar a las cooperativas auríferas del norte paceño que, según datos oficiales incluyen a unas 30.000 personas en total, y que ejercen el monopolio del mejor negocio contemporáneo de Bolivia, aportan montos insignificantes al país, son responsables de los peores desastres ambientales en la amazonia de La Paz y Pando, y están poniendo en riesgo la existencia de parques nacionales como el Madidi. Ningún gobierno se ha atrevido a enfrentarlos.
El abuso de las minorías violentas no es un fenómeno nuevo, pero se ha vuelto más frecuente en los últimos lustros, debido a la complicidad con el gobierno y el empoderamiento irracional de ciertos sectores a los que se le ha hecho creer que ampararse en su condición de minoría le da más prerrogativas que al resto de los ciudadanos. Sus métodos de lucha basados en el chantaje y la movilización irascible han debilitado a las instituciones democráticas, erosionando el respeto por el Estado de derecho y afectado el orden social.
La impunidad que les da la cercanía con los grupos de poder, ha normalizado la desobediencia civil violenta como un mecanismo para la resolución de conflictos, dando como resultado la degradación de la autoridad del Estado y una percepción de inestabilidad que disuade inversiones y afecta el desarrollo económico.
Quizá el efecto resultante a futuro sea el riesgo de que las mayorías, al sentirse desprotegidas ante las presiones de grupos minoritarios, terminen apoyando soluciones autoritarias o extremas que prometan restaurar el orden y la estabilidad.
La distorsión surrealista, donde algunos cientos, sin legitimidad ni razón, continúan ejerciendo una especie de supremacía sobre los bolivianos que trabajan, producen y respetan las normas de convivencia y el derecho ajeno, conforma un sistema oprobioso de esclavitud en nuestra propia tierra, que se agrava con el tiempo y no puede continuar sin poner en riesgo nuestra propia existencia como nación.
El autor es Industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.