Manfredo Kempff Suárez
Bolivia se ha caracterizado a lo largo de su historia por los golpes de Estado, a tal extremo que es difícil contabilizarlos, pero se estima que fueron alrededor de un centenar. En los albores de la república, desde el motín contra el Mariscal Sucre, empezaron los golpes y no se han detenido hasta la semana pasada, en esa graciosa algazara que comenzó preocupando a la gente y concluyó divirtiéndola en la puerta del palacio de gobierno en medio de curiosos y de vendedores de dulces y helados.
Los golpes verdaderos en nuestro país han sido crueles, porque fueron casi siempre alzamientos militares a balazos y cañonazos. Un presidente murió de un tiro que le acertaron dentro del palacio y otro fue arrojado a la calle desde un balcón de la vetusta casona y luego colgado en un farol de la plaza Murillo. Otros tuvieron que huir despavoridos por los techos en busca de alguna embajada o para ampararse en la clandestinidad. Después de cada golpe la fachada del palacio parecía el rostro de un apestado de viruela de tanto agujero que le dejaban y cuánto más habrá sufrido en su vida, que se lo conoce como el Palacio Quemado porque lo incendiaron. Decían viejos cuidadores que los fantasmas de Belzu, Melgarejo, Busch, Villarroel y de otros mandatarios que pasaron por allí, vagaban por sus pasillos en las frías noches paceñas, envueltos en sábanas ensangrentadas, arrastrando cadenas y lamentándose de su suerte con voces de ultratumba, como en las tragedias griegas.
Desde que el MAS dejó con desprecio el palacio republicano y se trasladó a un colorinche y moderno rascacielos para cambiar simbólicamente a la República de Bolivia por el Estado Plurinacional, ha existido una sola virtud, pero importante: se acabaron los verdaderos trastazos de cuartel. No hubo más golpes militares ni tampoco cívico-militares, tan cómodos para unos y para otros.
Pero Bolivia es una nación acostumbrada a los golpes militares y no la inmutan. El último fue el que le dieron a Gonzalo Sánchez de Lozada cuando el tiroteo dejó alrededor de unas 70 víctimas civiles y una conspiración hasta hoy no bien conocida, donde se supone hubo un mar de traiciones. Mas el último golpe de verdad, jodido alzamiento militar con todas las de la ley, lo dio el general Luis García Meza, con muertos, heridos, encarcelados, perseguidos, pero con casi todo el ejército de su lado y al son radial de la hasta entonces tradicional marcha de caballería “Talacocha”, que ha recordado hace algunos días una prestigiosa periodista. Esos eran golpes y producían llanto, no memes burlescos.
Tan presentes están los cuartelazos en Bolivia que algunos no dejan de mencionarlos a diario como una solución al mal gobierno. Pero resulta que la gente repudia todo golpe, del signo que sea, y los militares tampoco están dispuestos a salir y echar tiros a troche y moche para que después los encarcelen. Es así que desde que se restauró la democracia en 1982, no ha existido un solo golpe militar institucional (el que derrocó a Sánchez de Lozada fue plebeyo) y los que son motivo de lamentos por parte del MAS nunca existieron.
Ya sabemos que Evo Morales iba sospechando su caída desde que desoyó el referéndum que le rechazaba un cuarto mandato. Ignoró la voluntad popular, recurrió a un sobornado Tribunal Constitucional, luego a instancias internacionales, y contra viento y marea se lanzó como candidato. Cuando observó que su rival, Carlos Mesa, le iba a ganar, recurrió al fraude más sucio. Esto enardeció a la población, que, indignada, rechazó la trampa. Morales, perdido, recurrió a todas las excusas y ofrecimientos para mantenerse, pero cuando observó que su situación era irremediable, huyó. No escuchó ni un solo tiro. No pretendió defenderse tampoco. Escapó para no dar cuentas de su falta.
Asumió la presidencia constitucionalmente quien le correspondía, la senadora Jeanine Añez. Pero Morales, desde su exilio, instigó a sus partidarios a cercar La Paz y a bloquear caminos y eso produjo enfrentamientos entre los alentados por Morales y el ejército. Pero eso sucedió cuando él ya había abandonado el poder abrumado por las pruebas de fraude. No fue resultado de un golpe de Estado. Lo del golpe lo inventó después, para recuperar oxígeno, a instancias de sus compinches zurdos de Puebla. Y el invento le dio réditos, porque, en realidad, quien debería estar en la cárcel desde hace años es Morales y no Añez.
Y el otro golpe que exhibe el MAS, el de hace una semana, no fue sino una mascarada ridícula. Eso no lo cree ni el más ingenuo de los ciudadanos, salvo, claro, quienes están obligados a decir que sí: las Bartolinas, los Interculturales, el Pacto de Unidad, la COB, y quienes reciben un sueldito en la administración pública. No sabemos qué intentó hacer el general Zúñiga, amigo del presidente, pero llegar hasta la plaza Murillo con unos destartalados carros de asalto (no vimos tanques) y un centenar de soldados, no mostraba la menor intención de derrocar a Arce Catacora. Cuando un tanque derribó la puerta del palacio en la revolución de 1946 ingresó la poblada y los militares mataron a tiros al presidente y a sus ayudantes. Esta vez, Arce y Zúñiga parecieron discutir en el ingreso del edificio y luego cada uno se fue por su lado. ¿Qué golpe es ese? Claro que Arce clamó ante el mundo entero que habían querido deponerlo los militares y recibió el apoyo furibundo de algunos dictadores y el lamento no muy convencido de otros mandatarios e instituciones. Se ve que inventar golpes militares, como los de Morales y Arce, resultan útiles porque se victimizan los actores principales, se limpian de mugre y pecados, a costa de los ejércitos.