Miguel Ángel Amonzabel Gonzales
Entre 1950 y 1970, Venezuela fue un símbolo de prosperidad económica en América Latina, gracias a una bonanza petrolera sin precedentes. La riqueza generada permitió un desarrollo significativo en infraestructura y calidad de vida, posicionando al país como un referente regional. Sin embargo, la política de la época estaba dominada por tres partidos principales, cuyos líderes rara vez se renovaban, generando un estancamiento en la cúpula política, a pesar del crecimiento económico.
La situación cambió drásticamente en las décadas de 1980 y 1990, cuando la economía venezolana comenzó a enfrentar una crisis profunda. La caída de los precios del petróleo, combinada con una economía dependiente del crudo y una estructura económica débil, llevó a una recesión sin precedentes. La corrupción exacerbó aún más estos problemas, erosionando la confianza en las instituciones y precipitando una crisis económica y social.
Hoy Venezuela enfrenta una de las crisis más severas de su historia reciente. La producción de cemento, un indicador clave, ha caído al 10% de los niveles anteriores al chavismo. La producción de alimentos presenta una escasez del 30%, mientras que el sector manufacturero se ha reducido en un 95%. La hiperinflación ha devastado el poder adquisitivo de las familias, llevando a más de 8,5 millones de venezolanos a emigrar en busca de mejores condiciones de vida. Esto ha convertido al país en un caso extremo de declive económico y social en tiempos de paz.
En lo social, según un informe de la ONU, aproximadamente 6,5 millones de venezolanos enfrentan una situación de hambre. Venezuela tiene la mayor tasa de subalimentación en Sudamérica, con un 22,9% de la población afectada, basada en promedios de los años 2020 y 2021.
Las elecciones presidenciales de 2024 son un nuevo capítulo en esta crisis. El proceso electoral está plagado de irregularidades y controversias. La falta de una misión de observadores de la Unión Europea, excluidos debido a las sanciones impuestas al país, y la inhabilitación de candidatos opositores prominentes, como María Corina Machado, han generado un clima de desconfianza. Estas acciones han sido vistas como intentos de debilitar la competencia electoral, desatando críticas tanto a nivel nacional como internacional. La comunidad global ha insistido en la necesidad de observadores para garantizar la transparencia del proceso.
El ambiente de represión también se ha intensificado bajo el gobierno de Nicolás Maduro. Las amenazas de violencia y la detención de opositores han creado un clima de intimidación que dificulta la participación libre y justa en el proceso electoral. Los líderes internacionales, incluidos los presidentes de Brasil y Colombia, han instado a Maduro a respetar el proceso electoral, destacando los desafíos que enfrenta la oposición en un entorno de creciente autoritarismo.
Las encuestas ofrecen un panorama mixto. Según ClearPath Strategies, el opositor Edmundo González Urrutia lidera con una intención de voto del 59%, frente al 33% de Maduro. Otras encuestas, como las de Datanálisis y ORC Consultores, también muestran a González Urrutia en ventaja. Sin embargo, el oficialismo tiene sus propias encuestas, como Hinterlaces, que proyectan una victoria para Maduro con un 54.2% de los votos. La incertidumbre sobre si Maduro respetará los resultados de las elecciones añade una capa adicional de complejidad a la situación. Sus recientes declaraciones, sugiriendo la posibilidad de violencia si no se logra una victoria contundente, han generado preocupaciones sobre un posible fraude electoral y una crisis de legitimidad.
Los escenarios post-electorales en Venezuela presentan una complejidad considerable. En caso de que Maduro resulte reelegido, es probable que la crisis económica se agrave aún más. Estudios indican que hasta un 25% de la población podría optar por emigrar, exacerbando los desafíos que enfrentan países receptores de migrantes venezolanos, como Brasil, Chile y Estados Unidos. Desde una perspectiva económica, Venezuela sigue siendo un entorno hostil para los inversores debido a la falta de respeto hacia la inversión privada y las frecuentes confiscaciones o nacionalizaciones sin compensación adecuada.
Por otro lado, si la oposición gana, el poder militar aún residiría en manos del régimen chavista, lo que obligaría a una transición negociada. Esto requeriría acuerdos para evitar el procesamiento de líderes chavistas y la expropiación de los bienes de los actuales dirigentes. Las negociaciones secretas que están en curso entre Estados Unidos, el chavismo y la oposición sugieren que podría haber concesiones para asegurar una transición pacífica. Sin embargo, esto plantea interrogantes sobre el poder real que los líderes del régimen podrían mantener en un futuro gobierno.
Un análisis histórico de la política latinoamericana sugiere que, tras una victoria electoral de la oposición, podrían surgir fracturas significativas que debiliten al nuevo gobierno. Los desafíos serían enormes: a corto plazo, mejorar la economía para evitar un mayor descontento social y la emigración; a mediano plazo, construir una institucionalidad sólida; y a largo plazo, atraer inversión extranjera y recuperar a los talentos nacionales que han abandonado el país, con el fin de reconstruir la economía venezolana.
La transparencia en el proceso electoral y la reducción de la polarización política son cruciales para evitar una mayor violencia y profundización de la crisis. Para que Venezuela pueda recuperar su legitimidad, es esencial que el resultado de las elecciones sea reconocido tanto a nivel interno como internacional. La comunidad internacional y los actores políticos internos deben trabajar para garantizar una transición pacífica y efectiva, que permita a Venezuela comenzar a salir de la crisis que ha marcado su historia reciente.
El autor es Investigador y analista socioeconómico.