Manfredo Kempff Suárez
Si un perro se enfrenta a uno de los tigres americanos, a un jaguar que se come el ganado, el combate acaba de un solo zarpazo del felino; el can rueda descabezado. Dos perros, pueden molestar al tigre, pero ambos terminan huyendo aullando y arañados. Es por eso que, para la caza del jaguar, se moviliza una jauría de perros “tigreros”; unos tuertos, otros sin oreja, otros sin hocico, otros sin una pata, pero todos valerosos, tanto que persiguen al tigre hasta que lo cansan y el gran gato salta a un árbol o se agazapa entre los barbechos echando manotazos salvajes a quienes se le acercan. Entonces, un disparo termina con el depredador. Pero tiene que haber ese sujeto que jale el gatillo, antes que la fiera recupere sus fuerzas y espante a la jauría.
Vemos en el cine y en la televisión cómo cuadrúpedos, aparentemente débiles, cuando están en grupo le pueden arrebatar a un melenudo león africano la presa que le ha costado cazar a la leona y eso no se puede comprender. Sin embargo, esos cuadrúpedos hambrientos tienen un jefe, el mejor, que da la señal al resto para acosar al rey de la selva y quitarle el cervatillo. Solos, uno o dos, nada podrían hacer ante la fortaleza del león.
Y los mismos leones se reúnen en manada para derribar y comerse a un búfalo o a un ñu, astados de gran musculatura, poderosos, que sucumben ante el conjunto de leones, cuando el jefe ordena, mediante una señal, el ataque, y las fieras se lanzan veloces sobre el lomo de la bestia para reducirlo, lo que les permitirá seguir viviendo.
Podríamos mostrar muchos ejemplos de cómo los animales de la selva y de las llanuras poco habitadas por el hombre, se organizan para derribar a los más grandes y poderosos. Y siempre, en la tierra, en el aire o en el mar, las especies se reúnen y buscan un jefe, un líder único a quien seguir, porque desordenadamente todo intento sería inútil.
Los humanos no siempre hacen lo mismo que las bestias, porque, seguramente, los animales son menos brutos. Mas, por lo general, los hombres se juntan, designan un jefe, y se lanzan a un emprendimiento. Si el objetivo es político, pues con mayor razón. Quienes no actúan así, fracasan. Al “homo bolivianensis” (con disculpas por mi latín) lo menciono como una especie rara, con nombre científico, porque padece de un sinnúmero de odios, caprichos, complejos, y estupideces, que lo han llevado a la cima de la imbecilidad en cuestiones de lucha política. A tal extremo que ha quedado sometido al “homo pichicaterus erectus”, una subespecie de bribones que reina en Bolivia, que se reproducen peligrosamente, y que se han enquistado desde hace años como un tumor canceroso en el hígado de Bolivia.
Resulta que para extirpar ese mal se requiere de un cirujano con conocimiento y pulso firme, sin dudas ni temblores, o de una cirujana decidida a cortar por lo sano sin preguntarle al paciente si le duele o no. Para echar del organismo infectado y agonizante al “homo pichicaterus erectus”, es necesario conformar una junta médica de “homus bolivianensis”, que sea permanente, solidaria, que trabaje sin sosiego, y que elija al mejor de los cirujanos o de las cirujanas para que, sin anestesia, dirija los cortes que se deben hacer de inmediato, ya que las probabilidades de una metástasis son observadas hasta en los análisis internacionales. Aparentemente, toda solución está perdida. Habrá que cortar muchos quistes que tienen sospechoso color tornasolado y algunos con olor a excremento, asunto, este último, novedoso en la ciencia médica.
Sabemos que unos cuantos galenos ya se han reunido con el bisturí eléctrico más moderno, entusiasmados para echar el tumor a los buitres; que son cirujanos jóvenes, y que están llamando a los médicos más expertos a sumarse a la operación, aunque los diestros siempre exigen, como principio, dirigir la cirugía. Pero el “homo pichicaterus erectus”, huidizo y ladino, no se deja extirpar por más eminente que sea el experimentado doctor, si ya sabe que tiene el cuchillo muto, que va a operar solo, que va a temblar, y por dónde va a empezar.