Mario Malpartida
Sorprendidos por la nueva forma de dar golpe de Estado: algunas tanquetas y un centenar de soldados con tapabocas que bajaron de los camiones. Golpista y golpeado hablaron con tono altisonante y de mutuo reproche, y el militar se retiró furioso y con cara de maltratado.
Continúa en pie la pregunta sobre lo que en la realidad fue; lo cierto es que la actuación de mal gusto se pasó de la raya, y a las pocas horas el escenario cambió para varios de los actores, primero las celdas policiales, y posteriormente aislados en la cárcel por seis meses, se sabe que una veintena de “arrofaldaos” recibirán castigos. Se notó que el guion fue improvisado (tres días es muy poco) no hubo storyboard (esquema de secuencia de imágenes), y la puesta en escena sin previa prueba de filmación fue directa y en simultáneo para ser trasmitida por decenas de cámaras, como no lo fue antes un golpe, detalle “sui generis”, poco convincente para para intentar darle nombre. Parecía también un acto de protesta de alto calibre, cuyos objetivos no eran precisamente el derrocamiento del presidente, sino el anuncio de cambios de ministros, liberación de presos políticos y de militares que solo cumplieron órdenes. Se necesitó poca utilería, y para personajes extras hallaron un público espontáneo y bien comportado.
Al antagonista golpeado no le gustó lo que también pareció un simulacro; horas más tarde entró en acción la justicia y mandó presos a las cárceles, como desenlace; aplicará severos castigos a quienes, según su apreciación, resultaren autores, coautores, fautores, cómplices y encubridores.
El hecho fue que en los primeros minutos, los ciudadanos de la platea y los que seguían los hechos por la televisión, la radio y las redes sociales, quedaron sorprendidos porque el hecho no tuvo anuncio previo. Más bien fue sorpresa, como sucede con los simulacros de incendio, y otros de emergencia para los que la gente debe estar preparada, con respuesta inmediata. Quien mostró condiciones fue un personaje que golpeaba la ventanilla de una tanqueta y decía con señales de los dedos cerca de los ojos que estaba viendo al coprotagonista, llamándole por su nombre, mas no se sabe si ese acto estaba previsto, o fue un extra que estropeaba el guion. La escenografía para lo que podía ser un rodaje se concretó a la histórica Plaza Murillo.
Pocas líneas para el texto en el libreto, más saldría de lo que diría el antagonista golpeado (que apareció por breves minutos), y los libres arrebatos del general, que en su momento de euforia afirmó convencido que el apoyo de las fuerzas armadas se daba por descontado. Aquí surge otra duda, pues nadie más apareció, y las guarniciones de las ciudades no dieron señales de nada. No hubo metralletas disparando, tampoco aviones sobrevolando. Presos, muertos, heridos, allanamientos y toque de queda, nada de eso hubo, menos, por supuesto, se escuchó la marcha «Talacocha» como señal clara de que había nuevo gobierno.
Lo que se vio fue a una tanqueta que embestía contra la puerta de hierro de un edificio vacío, otrora la sede del presidente, el Palacio de Gobierno, conocido como «Palacio Quemado»; hasta qué logró abrirla.
En eso consistió la emoción de la trama. El vestuario no fue necesario, pues los personajes tenían el suyo. Para muchos eso fue intento de golpe de Estado, otros lo calificaron como autogolpe. Cuanto sucedió esa tarde del veintiséis de junio resultó extraño en su género, que se llamará por lo que quieran llamarle, más que por lo que fue.
El autor es periodista.