Windsor Hernani Limarino
Quienes voluntariamente abrazaron la carrera militar o policial saben que la sociedad en su conjunto les ha depositado, lo que en ciencia política se denomina el “uso legítimo de la fuerza”.
Es, ni duda cabe, una responsabilidad, porque en el caso de las fuerzas policiales, son las encargadas de garantizar la seguridad de los ciudadanos, el orden público y el cumplimiento de la ley; mientras que en el caso de las fuerzas armadas, son los responsables de conservar la soberanía nacional, la seguridad y defensa del Estado, haciendo frente a toda amenaza.
El uso legítimo de la fuerza implica la facultad exclusiva de la amenaza (disuasión) o el empleo de las armas de fuego, con el propósito de inducir a sus destinatarios la obediencia. Pero ello, en ningún caso, puede significar un uso arbitrario, discrecional o desproporcional. Por el contrario, todas las operaciones militares o policiales, independientemente del nombre que lleven y de las fuerzas que participen en ellas, deben tener lugar dentro del marco jurídico previsto en la legislación nacional y en el derecho internacional, principalmente el referido a los derechos humanos.
Sin embargo, si bien la legalidad es una condición absoluta y totalmente necesaria, no es suficiente, pues el uso de la fuerza debe cumplir además con el “principio de legitimidad”, que implica una percepción ciudadana que asiente esa operación, sea policial o militar. Es decir, es legítimo si existe una mayoritaria aprobación por parte de los miembros de la comunidad.
La necesidad de que todo uso de la fuerza cuente con legalidad y legitimidad ha sido analizada por numerosos filósofos y politólogos bajo el título de “fundamentos del poder”. Fue San Agustín que resumió la problemática con la frase siguiente: “sin justicia (legalidad y legitimidad) ¿Qué serían los reinos en realidad, sino banda de ladrones? ¿y qué son las bandas de ladrones sino pequeños reinos?”; dejando con ello claro que la coacción arbitraria, sin legalidad y legitimidad, en nada se diferencia de un grupo criminal.
Por último, cabe hacer referencia al “principio de efectividad”, que implica el cumplir el objetivo propuesto con el menor costo posible. La efectividad tiene que ver con la ciencia y el arte de comandar. Es de responsabilidad de los altos mandos o los que comandan las operaciones, quienes deben capacitar, instruir, entrenar y equipar al personal, para que a través de un plan estratégico encaminen a las fuerzas al cumplimiento de la misión.
El planeamiento es el elemento clave del éxito. Es la oportunidad en la que los mandos tienen que recurrir a los conocimientos, (adquiridos en las escuelas de formación), su experiencia y su astucia. Así lo muestra la historia, donde oponentes superiores en número y medios, fueron vencidos con templanza, inteligencia y astucia.
En las contiendas, sean militares o policiales, las victorias son de los mandos y los soldados. En cambio, las derrotas son de entera responsabilidad de los mandos que no saben el arte de dirigir inteligentemente y mandan a sus tropas a la derrota.
Bolivia, lamentablemente, es un país caracterizado por recurrentes disturbios internos, que cada vez más adquieren altos niveles de violencia; consecuentemente se requiere sólidas instituciones armadas que actúen con legalidad, legitimidad y competencia. Sin embargo, como ya es una costumbre, los políticos se han encargado de deteriorar la institucionalidad, sin caer en cuenta que el mantenimiento de la ley, el orden, y la seguridad y defensa son funciones esenciales del Estado, que garantizan su supervivencia y normal desarrollo y marcan la diferencia con un Estado fallido.
Windsor Hernani Limarino es diplomático de carrera.