Marcelo Miranda Loayza
El debate sobre la naturaleza del planeta Tierra y su relación con el ser humano, y con otros seres vivos, ha generado múltiples interpretaciones a lo largo de la historia. En este pequeño artículo abordaré tres puntos, los mismos que considero esenciales en la hora de tratar de comprender la complejidad antropológica que nace de la relación del ser humano con la creación: la concepción del planeta como un ente no vivo, la singularidad del ser humano en comparación con otros seres vivos y la importancia de una visión antropológica positiva para la salvación de la creación. Los tres puntos mencionados estarán basados en las reflexiones y pensamientos de Max Scheler y Arnold Gehlen, filósofos que han ofrecido aportes significativos en la comprensión de la dignidad y el papel del ser humano en el mundo.
El planeta Tierra, aunque lleno de vida y complejidad, no puede ser considerado un ente vivo. Afirmar que la Tierra es un ser viviente cae en un panteísmo superado hace ya muchos siglos. La visión panteísta equipara la divinidad con el universo, otorgando un carácter sagrado a todos sus elementos, incluidos los inanimados. Este pensamiento, aunque atractivo en su búsqueda de conexión con la naturaleza, no se sostiene desde una perspectiva filosófica y científica moderna.
Max Scheler, en su obra «El puesto del hombre en el cosmos», destaca la distinción entre la vida orgánica y la inorgánica. La Tierra, en su mayoría, está compuesta de elementos inorgánicos que no poseen vida propia. La vida en la Tierra surge de interacciones complejas entre estos elementos, pero esto no convierte al planeta en un ser viviente. Una visión de «interdependencia», por lo tanto, resulta irrisoria y hasta abusiva, pues equipara la importancia de un insecto, llámese abeja, con la del ser humano.
El ser humano no puede ser equiparado a un insecto o a un chimpancé. Aunque compartimos ciertos aspectos biológicos con otras especies, el ser humano posee una capacidad única de autoconciencia, reflexión y creación cultural. Esta singularidad es la piedra angular de nuestra dignidad. Max Scheler argumenta que la esencia del ser humano reside en su capacidad para trascender lo meramente biológico y alcanzar niveles superiores de existencia. Para ponerlo en palabras claras: el ser humano está destinado a su trascendencia; las demás criaturas trascienden solo si son reconocidas como trascendentes por el hombre. Equiparar ambos contextos en un mal llamado «Evangelio de la Creación» es, nuevamente, un abuso antropológico en detrimento de la humanidad.
Arnold Gehlen, por su parte, enfatiza la idea de que el ser humano es un ser inacabado, un «ser carente de especialización» que, precisamente por esta carencia, desarrolla una cultura y una sociedad complejas para compensar sus debilidades biológicas. Esta capacidad de crear y modificar su entorno es lo que otorga al ser humano una dignidad especial.
La dignidad de los demás seres vivientes nace íntegramente del reconocimiento humano. Aunque todos los seres vivos tienen su propia belleza e importancia en el ecosistema, es el ser humano quien, mediante su capacidad de reflexión y valoración, les otorga un significado particular. Scheler sostiene que la capacidad humana de empatía y simpatía permite reconocer el valor intrínseco de otras formas de vida, es decir, es el propio hombre el que les otorga dignidad, la misma que jamás podrá ser equiparada a la del ser humano, ya que éste posee características especiales y únicas, las cuales nos diferencian de los demás seres vivos.
Si se quiere salvar a toda la creación y sus criaturas, primero debe salvarse a la humanidad. Este es un punto crucial en la filosofía de Arnold Gehlen, quien afirma que la crisis de la civilización moderna radica en una visión negativa de la antropología. Ver al ser humano como un ser depravado y despreciable impide cualquier esfuerzo serio por mejorar nuestra relación con el mundo natural.
Una antropología positiva, que vea al ser humano como un co-creador de vida, es esencial para cualquier intento de salvación ecológica. Max Scheler también comparte esta visión, señalando que solo reconociendo nuestra capacidad única de transformación y creación podemos asumir la responsabilidad de cuidar el planeta y sus habitantes. Por ende, al tratar de denigrar a la humanidad argumentando que procedemos de la misma esencia que un insecto, no pone en relieve la importancia de la conservación ecológica de nuestro planeta, simplemente la deja en la mera «metáfora infantil» de un capricho; llamémosle ecológico.
En conclusión, la visión del planeta tierra como un ente no vivo, la singularidad del ser humano y la necesidad de una antropología positiva son elementos fundamentales para una correcta comprensión de nuestra relación con el mundo natural. Las ideas de Max Scheler y Arnold Gehlen nos ofrecen herramientas valiosas para desarrollar una perspectiva que reconozca la dignidad humana y, al mismo tiempo, promueva el cuidado y la protección de todas las formas de vida. Solo así podremos avanzar hacia una coexistencia armoniosa y sostenible en nuestro planeta. Es necesario separar del todo la preservación ecológica de nuestro planeta de sentimentalismos absurdos, más parecidos a slogans que a construcciones intelectuales mínimamente válidas.
El autor es teólogo, escritor y educador.