Mario Malpartida
El término clientelismo se utiliza para identificar al hecho de elegir a personas para cargos públicos en razón del apoyo a una persona, usualmente un político, para estimular y compensar lealtad, sin importar connotación moral o profesional, lisa y llanamente como favor electoral. Una práctica para obtener, reafirmar, incrementar el poder, y asegurar fidelidades a cambio de favores.
El clientelismo ha derrocado la idoneidad profesional, el conocimiento y la habilidad. Vale más la militancia que la experiencia, el parentesco más que la capacidad. El clientelismo político es un intercambio de favores, en el cual los titulares de cargos políticos conceden prestaciones, a cambio de militancia y activismo electoral.
Es una enfermedad casi incurable en América Latina, con el estilo de su democracia peculiar. El ejercicio del poder está uncido a la práctica clientelar: es la recompensa por los servicios de proselitismo, para compartir luego la gestión del Estado, otorgando privilegios y poder. Electores convencidos por ideología, junto a otros más bien pragmáticos, esperan beneficios personales por su actuación, al menos un cargo público con buenos sueldos, y los extras adicionales.
Es clásico el libro de Miguel Trota titulado “La metamorfosis del clientelismo político”. Entre sus puntos de vista, afirma: “Generalmente, los clientes (…) son los votantes en condiciones de pobreza a quienes se condiciona el voto a cambio de ventajas, usualmente un ítem en la administración pública, dinero en efectivo o bienes de primera necesidad”.
En Bolivia ha existido desde siempre; las personas buscando trabajo, es una causa noble (tienen derecho), y los políticos su plataforma (la necesitan). Sin embargo, la militancia obligada cercena el derecho de otros que piensan diferente; se valora más la fidelidad partidaria que espera favores.
Por otro lado, “existen pocos incentivos para que los participantes (electores y elegidos), busquen acabar con el sistema clientelar, puesto que se halla institucionalizado —en el sentido sociológico del término— como patrón regular conocido, practicado y aceptado (si bien no necesariamente aprobado), por los actores” (O’Donnell: 1997).
En un sistema de clientelismo, el poder sobre las decisiones del Estado se utiliza para obtener beneficio privado; —sea directamente por un funcionario, u otra persona dotada de suficiente poder— que favorece a sus clientes, y éstos compensan con la perpetuación en el poder del funcionario implicado.
La relación puede fortalecerse al utilizar esa misma capacidad para perjudicar a quienes no colaboren con el sistema (la oposición y los medios de comunicación, son ejemplo). Aclamar, portar pancartas, gritar, arrancar en aplausos, ser visible frente al discursante; prestar la casa, camioneta o camión para trasladar militantes; donar alimentos o entregar dinero: curas franciscanos o carmelitas descalzas, no son; esperan recibir el memorándum del empleo (decenas de personas esperando en las puertas de las oficinas públicas), o en su caso, prebendas y favores en la licitación.
Así fue a través de los años, en el presente también, ¡vaya que se nota!, y seguirá, quién sabe hasta cuándo. Todo gobierno necesita tener sus bases, su militancia, para mantenerse y prorrogar su poder. Es característica fundacional, es modelo mental inherente, es subyacente, es cultural. Sociólogos, politólogos («La política de los pobres» de Enrique Auyero), hablan del clientelismo en sus variedades: amiguismo, nepotismo, militancia, padrinazgo, y no es todo.
«En el clientelismo los bienes públicos no se administran según la ley, sino discrecionalmente por los detentadores del poder, bajo una apariencia legal», no se trata solamente de satanizar el clientelismo, hace falta que alguien prometa y en los hechos no lo haga, veremos cuánto aguanta en el Poder.
El autor es periodista.