Augusto Vera Riveros
Este 21 de agosto recordaremos (entiéndase: lamentaremos) 53 años del golpe de Estado encabezado por Hugo Banzer Suárez, que lo propició siguiendo la tradición que desde hacía unos años se venía produciendo con otros malos militares, deviniendo en feroz persecución política.
Después de ese régimen de terror que subsistió por siete años, todavía perduraron los gobiernos autoritarios en el país, hablando en lo formal, es decir con asonadas militares y uniformados a la cabeza del Estado hasta 1982. Pero, como dictador es quien por la fuerza concentra todo el poder para sí, reprimiendo los derechos humanos y las libertades individuales, sin importar que haya sido investido de su autoridad mediante el voto ciudadano (aun si se ha arrasado en el triunfo) o haya accedido al poder mediante la ruptura del orden constitucional, pero en el ejercicio de la magistratura desconoce la separación de poderes, ejerciendo control sobre ellos, de todas formas el adjetivo es de dictador.
Por ese antecedente conceptual, siempre me llamó la atención que, en el periodismo del país, cuando se habla de dictadores se lo hiciera solo refiriendo a Banzer, García Meza, Melgarejo y quizá alguno más. Pero el autoritarismo es el hermano menor de la dictadura y a ambas categorías pueden asimilarse todos los presidentes o gobiernos aun electos constitucionalmente que, sin importar los mecanismos de la democracia moderna y que forman parte del sistema constitucional, desconocen la separación de poderes y corroen las libertades individuales. Eso significa un ejercicio del poder opresivo o represivo, aunque aparentando ciertas formas de la democracia. Esta forma de gobierno en cierta manera se yuxtapone con la dictadura, que es una forma aún más férrea de gobernar, porque quien la ejerce no tiene plazo en el mando y desde el primer día rompe el imperio de la Constitución con una asunción al poder político sin guardar —ni pretender hacerlo siquiera— ninguna forma legal, utilizando generalmente la fuerza, sin importar el derramamiento de sangre que de ello —aunque no siempre— pueda derivar.
En Bolivia, donde casi maquinalmente cada 10 de octubre suele decirse que tenemos una democracia madura o que ya ha alcanzado la mayoría de edad, en realidad no solo que la cultura democrática es sumamente frágil y rústica, sino que el ejercicio de ella está en retroceso.
Entre dictadores y autoritarios se han ido consumiendo casi 200 años de vida republicana. Fueron autoritarios José María Linares, Mariano Melgarejo, Hilarión Daza, Agustín Morales, José Miguel de Velasco, Sebastián Agreda, Manuel Isidoro Belzu, Germán Busch, David Toro, Carlos Quintanilla, Gualberto Villarroel, Víctor Paz Estenssoro, René Barrientos Ortuño, Alfredo Ovando Candia, Juan José Torres, Juan Pereda Asbún o Alberto Natush Busch. Y no son todos, pero sí los suficientes como para tener una idea de nuestra tradición “democrática”. En la muy reciente historia, lo fue Evo Morales, quien, habiendo accedido a la presidencia en forma legítima y arrolladora, ejerció desde su inicio un mandato autoritario, casi dictatorial, al haberse prorrogado en el poder por tercera vez de manera inconstitucional y casi por cuarta vez, con un recurso legal vergonzoso, luego de perder un referendo que le impedía postularse. No menos llamativo es el caso de la presidenta Jeanine Añez, quien, habiendo asumido el cargo por sucesión constitucional, ejerció un mandato autoritario, parecido al de su antecesor.
Esa es una apretada condensación de lo que ciertos estamentos políticos e intelectuales consideran una democracia madura. Y lo cierto es que cada vez estamos más sumidos en la intolerancia y la desigualdad de derechos por razones de raza y color de piel, y en camino a una “venezolanización” que nos retrotraería a los primeros años de las décadas de los 50 y de los 60 del Siglo XX, cuando el gobierno del MNR perpetró fraude, hechos de corrupción y tortura. Nuestro tránsito a una democracia no parece aproximarse a una auténtica práctica y, sin pretender ser ave de mal agüero, puedo decir que en tanto no se supere la (in)cultura política de los electores que optan por un sistema que los empobrece y degrada o que eligen a quienes porten charretera, poncho o zapatos de tacón, y los caudillos de izquierdas y derechas no renuncien a su ambición por el poder, la democracia seguirá naufragando entre el voto y el abuso del déspota.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.