El ser humano, según el filósofo alemán Martin Heidegger, es único en su capacidad de preguntarse sobre su propia existencia y finitud. Este cuestionamiento es el motor que impulsa la reflexión filosófica y existencial, la cual nos coloca ante nuestra propia vulnerabilidad y nos sumerge en la angustia existencial. A diferencia de otros seres, el ser humano es consciente de su finitud y se encuentra “arrojado” a una existencia que no controla del todo. Esta sensación de desamparo ha sido el fundamento de obras artísticas y literarias, como los poemas de Alejandra Pizarnik y Alfonsina Storni, quienes, a través de sus escritos, exploraron los rincones más oscuros de la existencia humana.
La angustia existencial es, paradójicamente, una de las fuentes de la creación humana. En su lucha por encontrar respuestas y sentido, el ser humano ha logrado producir obras que trascienden lo meramente material y abordan lo inefable. Sin embargo, esta misma característica que nos define como seres humanos también subraya nuestras limitaciones y fragilidad. Es aquí donde surge una inquietud filosófica y ética respecto al avance de la Inteligencia Artificial (IA) y su capacidad, o falta de ella, para comprender la profundidad de la experiencia humana.
La IA, aunque avanzada en muchos aspectos, sigue careciendo de una comprensión profunda de lo que significa el ser humano. Los algoritmos pueden procesar enormes cantidades de datos y realizar tareas complejas, pero no tienen la capacidad de experimentar angustia, miedo, dolor o esperanza. Estas emociones no son simplemente fenómenos biológicos, al contrario, son el reflejo de nuestra consciencia de la finitud, nuestra relación con la muerte y nuestro deseo de trascender. Esta falta de experiencia interna y subjetiva es lo que limita fundamentalmente a la IA en su comprensión de lo humano.
La trascendencia, esa esperanza que va más allá de lo material y que se enfrenta a la angustia existencial, es una característica que define a la humanidad. La fe y la razón se complementan en el ser humano precisamente porque ambas intentan dar respuesta a preguntas que trascienden lo observable. La fe, aunque inmaterial, es una manifestación del anhelo humano por algo más allá de lo tangible. La IA, por su naturaleza, está confinada a lo mensurable y, por ende, carece de la capacidad de comprender la fe o la trascendencia de manera auténtica.
Si bien la IA puede realizar tareas impresionantes, como ganar una partida de ajedrez o reconocer patrones complejos, no puede sentir la angustia de una derrota, la tristeza de una pérdida o la esperanza de una recuperación. La emoción humana es más que una reacción física o química, es la manifestación de una vida consciente, que siente y que busca sentido en un mundo incierto. En este sentido, la IA está limitada en su capacidad para comprender al ser humano.
Es, precisamente, esta incapacidad la que debe hacernos reflexionar sobre los límites éticos de este tipo de tecnología. Si la IA no puede experimentar angustia, finitud, ni esperanza, entonces tampoco puede comprender plenamente las implicaciones de sus acciones en el mundo humano. Por eso, es necesario desarrollar un marco ético sólido que regule su desarrollo y uso, para asegurarnos de que estas tecnologías estén siempre al servicio de la humanidad, y no al revés.
Surge, entonces la pregunta: ¿cómo podemos asegurarnos de que la IA respete los límites éticos y antropológicos que definen la humanidad? Para empezar, debemos recordar que, aunque la IA puede mejorar nuestras vidas en muchos aspectos, no puede reemplazar lo que nos hace humanos. No puede reemplazar nuestras emociones, nuestras dudas ni nuestro anhelo de trascendencia.
La respuesta a este cuestionante está en la creación de marcos éticos que se basen en la comprensión profunda de lo que significa ser humano. Debemos reconocer que la IA, por muy avanzada que sea, no puede reemplazar nuestras emociones, cualquier intento de hacerlo corre el riesgo de reducir la experiencia humana a meros algoritmos. Como bien señaló el literato Isaac Asimov, las máquinas deben servir al ser humano, no controlarlo.
El autor es teólogo, escritor y educador.