Ignacio Vera de Rada
Hace unos días Bolivia cumplió 199 años como nación independiente de la corona española. A propósito de ese aniversario, y dado que ahora falta menos de un año para que celebre dos siglos de vida, cabe hacernos muchas preguntas y, aunque esto suene aguafiestas, reflexionar sobre si realmente hay motivos para celebrar. En agosto de 1925, hace 101 años, el gobierno de Bautista Saavedra hizo colocar luces en la plaza Murillo para dar cuenta de los progresos tecnológicos que había experimentado la sede de gobierno y se mandó escribir un librote gordo que se conoce como el Álbum del centenario (una especie de enciclopedia boliviana que reunía artículos científicos y de ciencias sociales sobre Bolivia), entre otros alardes más. Sin embargo, el país vivía bajo un gobierno autoritario; la Guardia Republicana y la censura periodística habían sido implacables contra los opositores en esos largos años de republicanismo. Por ello, cuando las celebraciones del 6 de agosto de aquel año, un grupo de jóvenes se tornó crítico contra el Gobierno porque pensó que lo que se estaba haciendo no era una celebración del centenario, sino una apología del saavedrismo, y porque pensó que no había muchos motivos para celebrar.
Desde hace mucho tiempo, pero sobre todo desde 1982, Bolivia vive contándose a ella misma el cuento de que es una democracia. Pero más allá de los fueros del sentimiento, en la realidad objetiva hay muchos datos que pueden demostrar que en ella no existe democracia, la cual es, en dos palabras, la práctica del diálogo pacífico con el otro (para la persuasión) y el respeto de la ley, dos acciones que en Bolivia no están precisamente en casa. El caudillismo no se ha erradicado y los partidos políticos continúan reproduciendo viejas mañas de los políticos altoperuanos; la ley es más una formalidad y las instituciones no han logrado cuajar todavía; los estamentos político, militar y abogadil siguen siendo preponderantes en la vida pública y el racismo no solo que no se ha atenuado, sino que parece haber recrudecido. En este sentido, y haciendo lo que muchas feministas hacen el 8 de marzo cuando dicen que ese día no es para celebrar, sino para reflexionar, yo podría decir casi lo mismo: que el aniversario de la independencia boliviana no debería ser para celebrar, sino para emprender una labor de pensamiento crítico.
Los bolivianos viven todavía en un régimen colonial, pero no precisamente por las razones que esgrimen los descolonizadores afectos al régimen, sino porque las costumbres autoritarias e irrazonables heredadas de hace siglos (como el nepotismo o el clientelismo) siguen decidiendo la vida tanto pública como privada del boliviano medio. Ni la Revolución Nacional del MNR ni la revolución democrática y cultural del MAS, ensayos que trataron de modernizar el país a su manera, lograron modificar esas costumbres perniciosas para una vida civilizada. Bolivia sigue estando entre los países más rezagados del hemisferio y hoy, a diferencia de otros países pequeños, pero que están en un camino de prosperidad, como Paraguay, no parece tener una luz al final del túnel.
La Bolivia de 2024 es de cierta manera más democrática que la de 1924, pero el progreso de la democracia, con buenos políticos y un buen sistema educativo, podría haber sido mucho mayor en nada menos que cien años. Es difícil dar recetas o fórmulas fáciles para que las democracias débiles como la boliviana hallen caminos seguros de institucionalización definitiva; lo único más o menos racional y eficaz que se puede hacer es instar a que el individuo sea esforzado y honesto en su día a día. El hábito individual define gran parte de la conducta general de una sociedad: cómo te comportas en el supermercado, con el policía, ante un semáforo, en la universidad, con tu pareja o frente a un funcionario, es una parte —aunque pequeña, pero una parte al fin— de cómo es tu sociedad a nivel macro.
Una de las tareas más importantes de cara al futuro es eliminar la cultura del autoritarismo, la cual se puede evidenciar en muchos gobiernos bolivianos, como el de los caudillos decimonónicos, el del republicanismo, el del socialismo militar, el de Gualberto Villarroel, el de la Revolución Nacional, el de las dictaduras (obviamente) y el del MAS. Deponer la violencia es quizás más importante que todo lo demás; es, por tanto, lo primero que debería estar en la agenda.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.