Fue 1946 solamente uno de los muchos años en que Bolivia sufrió convulsiones sociales y políticas con derramamiento de sangre de por medio. Lo interesante de analizar un hecho histórico como ese es ver cómo los reflejos o coletazos de la historia pueden configurar en el futuro escenarios relativamente iguales. El pasado 11 de agosto, en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Paz y organizada por el colectivo cultural Nexos, se hizo una tertulia sobre la trágica caída del Gobierno de Gualberto Villarroel en la que departimos el investigador Óscar Córdova, el politólogo Esteban Guillén y yo. Aquel domingo del 21 de julio del 46 marcaba el fin de un gobierno autoritario y de tintes populistas, muy similar a varios que hubo antes y después en la historia de Bolivia. Analizar este tipo de eventos marcados por la violencia y la pasión resulta interesante y útil, creo yo, en tanto hallemos paralelismos y analogías respecto a otros periodos de la historia reciente; haciendo eso, podemos reflexionar sobre los móviles que llevan a las personas a obrar de una manera u otra, a sopesar resultados y a contrastar épocas, y podemos valorar más la democracia.
En primer lugar, debemos decir que la historiografía está llena de mitos que habría que derribar para comprender mejor el pasado. Uno de ellos es el Gobierno de Villarroel. Y es que los momentos de la historia en que hay más pasiones encontradas, más emociones que afloran en el clímax del conflicto, son en los que la historia es más susceptible de ser —peligrosamente— escrita con acentos míticos y legendarios. En todos los países del mundo suele ocurrir esto, pero sucede más en aquellos en donde más arraigan los caudillos y, ergo, las democracias son precarias. Estudiemos la historia para hallar paralelismos y analizar los cambios, y para hacernos número de preguntas en torno a estos cambios. Por ejemplo: ¿qué diferenciaría a 1946 de 2003 o 2019, cuando las masas furiosas decidieron la salida de la Presidencia de Sánchez de Lozada o Morales? Mi impresión es que poco, dado que la cólera del ser humano en la era de las tabletas inteligentes es la misma que la que era en los años 40 del Siglo XX y porque la poca capacidad de represión de los instintos violentos en sociedades poco democráticas, como la boliviana, puede derivar siempre en resultados sangrientos. ¿Qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si las masas indignadas se hallaban frente a Sánchez de Lozada o Morales? (En el Siglo XIX, ¿qué les hubiera sucedido a Melgarejo o Achá si las masas que los repudiaban los tenían frente a sí?).
Otra de las preguntas interesantes que nos podemos hacer es cómo se posicionarán historiográficamente tanto 2003 como 2019 en los libros de texto y los imaginarios colectivos. Con mucha capacidad persuasiva, el MNR construyó varios mitos, como el de Busch, el de Villarroel o el de su misma revolución. El MAS también construyó sus propios mitos y confirió a algunos políticos y dirigentes fallecidos el título de mártires. En todos esos casos, terminó ganando el propósito del hecho histórico antes que hecho objetivo como tal. 2003 y 2019 también tienen sus varios intérpretes y escritores de diversas posiciones ideológicas, que han escrito cientos de documentos, entre artículos y libros, para tratar de posicionar su propia verdad. Por eso mismo, junto con Hanna Arendt, pienso que hay que ser escépticos de la literatura historiográfica, que generalmente es la justificación, antes que la crítica, de lo que ocurrió en el pasado. Lo único que no está sujeto a interpretaciones, lo que se puede constatar a través de un sinnúmero de testimonios y fuentes documentales escritas, es el carácter antidemocrático de la sociedad, la violencia que ejerce como mecanismo para resolver las controversias políticas y su conservadurismo. En muchas ocasiones, ese carácter violento es el que barrió regímenes corruptos o abusivos.
Que yo sepa, en la historia universal contemporánea solamente hay dos jefes de Estado que murieron linchados por su propio pueblo: Benito Mussolini y Gualberto Villarroel. Reflexionar profundamente sobre lo que la sociedad paceña hizo con el cadáver de este último aquel domingo de julio del 46 —hace solamente 78 años— y sobre lo que pudo haber ocurrido en 2003 y 2019 si los presidentes de Bolivia de entonces hubieran estado frente a las masas embravecidas, es necesario para caer en cuenta de hasta dónde se puede llegar cuando lo instintivo aventaja a la razón, sin importar que vivamos en la era de la comunicación instantánea o de los adelantos más avanzados en el campo de la medicina. La Paz se ha ganado el título de ser “tumba de tiranos”. Los derribó en el Siglo XIX y en el XX … y en el XXI. En el caso de Villarroel, ese título no es mera figura literaria: realmente lo mandó a la tumba.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.