Esta parte del territorio cruceño es considerado el bosque seco tropical más extenso y aún mejor conservado del mundo. Comprende una ecorregión que se extiende casi en su totalidad en Bolivia, particularmente en el departamento de Santa Cruz, y en menor medida en el norte de Paraguay y el oeste de Brasil (FCBC). Esta ecorregión es de transición socio-ecológica entre el Chaco y la Amazonía, y aporta sus aguas a las cuencas del Amazonas y a la del Plata, donde también alimenta lo que se conoce como el Pantanal.
El bosque seco chiquitano es una ecorregión de cerca de 25 millones de hectáreas, de las cuales alrededor de 16 millones se encuentran en Bolivia, compuesta de varios ecosistemas que actúan como corredores ecológicos, incluyendo selvas, bosques secos, cerrado, chaco y sabanas. En estos ecosistemas habitan varios grupos indígenas originarios, principalmente chiquitanos y ayoreos, y otros de población más reciente como los guaraníes y comunidades campesinas.
De acuerdo con la Fundación para la Conservación del Bosque Seco Chiquitano (FCBC), la Chiquitanía es una región única desde el punto de vista ecológico, ya que sus condiciones de transición han permitido que varias especies puedan adaptarse y evolucionar según las variaciones climáticas. Por esta razón, su estado de preservación repercute en las dinámicas ecológicas de otros ecosistemas y ecorregiones del continente como la Amazonía y el Gran Chaco.
INCENDIOS Y DEFORESTACIÓN
La Chiquitanía ha estado históricamente situada en los márgenes de la frontera agrícola, particularmente por sus características geológicas y ecológicas, y por la escasez de agua. Sin embargo, ha sido también codiciada como zona de colonización con propósitos religiosos, culturales, políticos y económicos. Con todo, especialmente desde la década de los 90, la expansión acelerada de la frontera agrícola ha activado dinámicas crecientes de avasallamiento de tierras, deforestación e incendios masivos.
Las investigaciones de la Fundación TIERRA dan cuenta de las indignantes dinámicas de devastación del bosque seco chiquitano. En un informe reciente, se contabilizan casi 7 millones de hectáreas deforestadas solamente en el Estado de Santa Cruz entre 1990 y 2018 (esto es cerca del 80% de toda la deforestación en Bolivia), de las cuales 3,3 millones se encuentran en zonas de ampliación de la frontera agrícola principalmente en la Chiquitanía.
De acuerdo con el Plan de uso de suelos, del departamento de Santa Cruz, la capacidad de uso mayor de las tierras de la Chiquitania, es de vocación forestal. Efectivamente, los suelos de la Chiquitania no son aptos para la agricultura mecanizada debido a que son superficiales y de baja fertilidad, así como por la baja precipitación pluvial y la mala distribución de lluvias durante el año. Sin embargo, en los últimos 10 años las concesiones forestales han sido revertidas a dominio Estatal, abriendo la posibilidad de uso agropecuario.
Existe una presión cada vez mayor sobre el bosque, primero por su valor económico extremadamente bajo en el contexto boliviano y, segundo, porque los precios internacionales de commodities como la soya y la carne han sido un incentivo para el desmonte y la ampliación de la frontera agrícola. Además, hay un uso político de las tierras fiscales o de dominio del Estado, que son entregadas de forma gratuita a sectores sociales afines al gobierno, como mecanismo de control político del territorio. En su informe del año 2020, Watch Forest ubicó a Bolivia en el tercer lugar de deforestación a nivel mundial, después de Brasil y el Congo. Esta realidad contrasta con los discursos de ambientalismo radical y de defensa de los derechos de la Madre Tierra que difunde el Gobierno boliviano en las palestras internacionales.
La destrucción del bosque seco chiquitano está asociada a procesos políticos y económicos en los que, según la Fundación TIERRA, desde el año 2013 empezaron a alinearse intereses “pragmáticos”, según los propios términos del gobierno progresista boliviano, y los de las élites agroindustriales y sus redes globalizadas.
En el ámbito económico, las grandes industrias y cadenas de la soya, el sorgo y el girasol tienen interés en expandir su producción, incluyendo cultivos transgénicos, reemplazando los ecosistemas de bosque seco por monocultivos a gran escala que integren las tierras chiquitanas a los mercados globales de commodities agropecuarios. En el ámbito político, un conjunto de leyes promovidas por los últimos gobiernos da cuenta de una ruptura práctica entre el discurso profundamente ambientalista y la promoción de la expansión agropecuaria para, supuestamente, afianzar la soberanía alimentaria a punta de monocultivos a gran escala. Esta confluencia de intereses ha negado la posibilidad a las comunidades que habitan la Chiquitanía de construir su propio “Vivir Bien”, ampliamente pregonado por el gobierno.
La ampliación de la frontera agrícola a costa del bosque seco chiquitano está generando grandes efectos de disminución de la humedad e incremento de la sequía. Pero la deforestación no es la única amenaza directa. Los incendios forestales han sido masivos, llegando a cubrir 5,3 millones de hectáreas en Bolivia y 3,6 millones en Santa Cruz en el año 2019.
La Chiquitanía boliviana no está aislada de los procesos regionales y globales, por el contrario, se integra a sus dinámicas expansivas y colonizadoras. La destrucción del bosque seco chiquitano está entrelazado con la devastación de la gran región amazónica sudamericana propiciada por el apetito insaciable por materias primas para las cadenas agroindustriales globales a expensas de la gran diversidad biocultural que históricamente ha constituido a esta parte del planeta. Está en riesgo el tránsito y la interconexión de una diversidad de especies vegetales y animales a lo largo de los corredores ecológicos que ofrece la Chiquitanía, que ha permitido la renovación de la biodiversidad, incluso en otras regiones como la Amazonía y el Gran Chaco (Vides-Almonacid, 2021). Al no poder transitar libremente, muchas especies son desplazadas, sin condiciones para reproducirse y prevalecer, y por tanto corren peligro de extinción.
Las formas de vida de los pueblos que se autoidentifican como pueblos indígenas chiquitanos, que han logrado convivir con la biodiversidad y que dependen de ella para su subsistencia del día a día, están siendo rápidamente transformadas y despojadas por procesos de mercantilización y avasallamiento de sus tierras.
Mediante una carta dirigida a la Comisión Agraria Departamental de Santa Cruz en el 2020, la Organización Indígena Chiquitana (OICH) expresó su indignación y preocupación: “Los pueblos y comunidades indígenas chiquitanos nos sentimos invadidos, colonizados por nuevos actores socioeconómicos que llegan, arrasan con el monte, secan nuestras quebradas, exterminan nuestra fauna y queman nuestros bosques. Impotentes vemos como se queman nuestros cultivos y se hacen humo nuestras esperanzas, con dolor vemos que los Jichis del monte, los de la laguna y la quebrada están quedando hechos cenizas. Con mucho dolor e impotencia vemos como se destruye nuestro hábitat y nuestra cultura a nombre del progreso y desarrollo”. Estas denuncias se han reiterado recientemente.
La defensa de la Amazonía sudamericana y de la Chiquitanía boliviana tiene que entenderse como parte de una misma problemática y de una lucha común por la prevalencia de la diversidad biocultural y de las formas de vida humanas y no-humanas que merecen existir y ser respetadas. Los esfuerzos de información y desarrollo de propuestas de acción global para apoyar las luchas locales por la defensa de la Amazonía deben extenderse urgentemente a otras regiones y ecosistemas entrelazados, como el Bosque Seco Chiquitano en el oriente boliviano. (Fundación TIERRA)