Los resultados de las políticas arbitrarias conducen inevitablemente a crisis que alcanzan dimensiones gigantescas y postergan por muchos años las soluciones de problemas. Esos efectos surgen porque los gobernantes promotores de conflictos asumen actitudes mesiánicas, creyendo que hacen lo correcto y, todavía más, insisten en volver a aplicar medidas erradas, a pesar de que están conscientes de que llevan al país al fondo del abismo y hasta su extinción.
Lamentablemente, esos aprendices de brujos tienen, además, otro proyecto nefasto, que consiste en gozar de la época de bonanza hasta dejarla en añicos y hacer que las ruinas del festín sean heredadas por las víctimas del caos. Paralelamente se dedican a preparar el terreno para mantenerse en el poder a fin de repetir sus planes maquiavélicos y, además, echar la culpa a los herederos de la ruina, a quienes se impusieron al ofrecerles demagógicamente sacar a la nave del Estado del fondo al que ellos mismos la condujeron, de manera irracional.
La ciudadanía recuerda con nostalgia aquella edad del oro, cuando el país recibió, principalmente por la venta de gas a países vecinos, más dinero que nunca en su historia, pero que fue derrochado por gobernantes masistas sin piedad alguna, dejando a los herederos del sistema económico en la miseria, el hambre, la falta de dólares y numerosos padecimientos de nunca acabar.
Es notable que quienes cometieron errores de magnitud no reconozcan las dificultades de las que fueron autores. Pero no solo eso, acusan de la crisis a quienes recibieron los problemas en estado candente. Además, no reconocen enormes errores o bien los festejan y, todavía mucho más, desean repetirlos y no solo una vez y pese a la oposición y hasta repudio de la opinión pública.
En la historia de Bolivia, el caso del dictador Mariano Melgarejo es proverbial. Hizo lo que quiso, esclavizó a los indígenas, a quienes les quitó sus tierras, para regalarlas a sus compinches y desató una corrupción y derroche que fueron la causa de su desgracia, siendo derrocado.
Pero, ¡quién creyera!, la historia es implacable con quienes quieren desviarla de su curso. Y es que, por una ola de crímenes a mansalva y alevosía, Melgarejo puso pies en polvorosa y llegó a la ciudad de Lima, donde le esperaba una muerte terrible, por lo que se cumplió aquella sentencia que dice “a tal vida, tal muerte”.
Tan repudiada existencia del tirano terminó en la capital peruana el 23 de noviembre de 1871, episodio luctuoso del que se guarda lamentable recuerdo. Sus restos fueron trasladados desde Lima a Tarata, donde reposan en una columna de la catedral de ese pueblo, en el cual no nació, pues su origen está en una villa próxima, de nombre Toco.