Lajas Blancas (Colombia).- El campamento de Lajas Blancas es uno de los tres centros que acogen en Panamá a más de 700.000 de migrantes que logran cruzar el llamado Tapón del Darién, un muro de frondosa selva que separa el país de Colombia buscando llegar Estados Unidos.
A pesar de ser uno de los lugares más peligrosos e inaccesibles del planeta por él han cruzado en lo que va de año más 70.000 migrantes, superando así todas la cifras que se registraron en 2016.
En Lajas Blancas el ritmo es frenético, el centro no fue diseñado para atender a las casi 1.300 personas, procedentes de lugares tan dispares como Haití, Sierra Leona, Cuba, Uzbekistán, Venezuela, o Pakistán, que puede recibir a diario.
Entre 2010 y 2019 se registraron unas 109.300 llegadas de migrantes a través del Darién. En caso de que continúe el ritmo actual, a mediados de octubre habrán cruzado a Panamá por este camino en solo diez meses tantas personas como en los diez años anteriores juntos, según cifras de Médicos sin Fronteras.
Si bien el fenómeno de la migración puede ser explicado a través de muchas y diversas causas, en este caso, este gran aumento de los últimos meses se debe a la crisis económica provocada por la emergencia sanitaria, a la apertura de fronteras tras las restricciones de la pandemia, y a la inestable situación de algunos países en concreto, como Haití, desde donde han llegado unas 42.350 personas en lo que va de año.
Las personas que logran cruzar la selva, cada vez más mujeres solas con sus hijos, están expuestas a las accidentadas rutas de ese pedazo de selva cuyas traumáticas secuelas psicológicas son casi imposibles de borrar.
«Fue un trayecto muy difícil. Estuve siete días andando por esa selva, he visto más de ocho muertos. Ha sido la experiencia más difícil de mi vida», cuenta ‘Toby’, un migrante haitiano de 30 años que dejó Brasil rumbo a Estados Unidos.
La historia de ‘Toby’ es la de una de muchas otras personas que espoleadas por las crisis económicas, políticas y sociales de sus países buscan una vida mejor en unos Estados Unidos a los que quizás nunca puedan entrar. «Si llego y me deportan a Haití (…) me sentiría muy triste, después de todo el trabajo que he hecho para llegar hasta ahí», dice.
Caminar por una jungla refugio del crimen organizado y de grandes depredadores no es más que una etapa de la inconmensurable empresa que tiene por delante antes de unirse a las caravanas de migrantes en Centroamérica y México, sortear sus peligros y finalmente cruzar una frontera sur de Estados Unidos que en los últimos días ha dejado imágenes de hombres a caballo ‘cazando’ migrantes haitianos.
«Es una situación muy difícil, en realidad no es un camino, hay que seguir un río, subir y bajar lomas, y hay que estar preparado para ver muertos», cuenta ‘Toby’ para Europa Press. Pese a todo, se siente afortunado, a él, dice, por lo menos no le robaron. Una lesión le retrasó y evitó que formara parte de un grupo con el que los ladrones se cebaron. «Dios me protegió», cree.
Quien también evitó ser asaltada durante su camino fue Susi, una migrante cubana que después de tres años viviendo en Chile y no lograr legalizar su situación decidió viajar hasta Estados Unidos a través del Darién, y lograr ese «futuro mejor» que su país, dice, no está en condiciones de ofrecer.
«Fue horrible, nos estafaron y tuvimos que cruzar solos». Una de las personas con las que viajaba estuvo a punto de morir y los cadáveres, relata, eran parte del paisaje de un camino que no recomienda a nadie. «No lo hagan, que soliciten una visa de turismo a Costa Rica, a Nicaragua, Panamá, pero no crucen, es horrible».
ZONA MÁS PELIGROSA
Considerado por algunos como el lugar más peligroso de América Latina, es el único punto en el que la carretera panamericana se ve interrumpida en su empresa de unir la Patagonia con la parte más septentrional de Alaska, en Estados Unidos.
«Llegan horas o pocos días después de acabar su caminata por la selva, es un trayecto en el que están expuestos a accidentes y lesiones, extorsiones y violencia sexual, separación de sus familias y un alto estrés emocional», cuenta José Félix Rodríguez, coordinador de migración e inclusión social de Cruz Roja para América.
«La situación es especialmente grave para grupos más vulnerables como niños, jóvenes, mujeres, poblaciones indígenas, personas mayores, con discapacidad o del colectivo LGBTIQ. Algunas son asesinadas o mueren a causa de enfermedades o por las inclemencias del tiempo y del entorno», señala.
Lourdes salió de Cuba hace tres años y aunque su vida nunca fue fácil debido a su condición de mujer transexual, durante su paso por Darién ha estado expuesta como nunca al maltrato y la discriminación. «La vida no está en tus manos, entras a la selva y piensas que no vas a llegar al otro día, que en cualquier momento te vas a morir», relata.
«Le dieron un machetazo a una muchacha porque la querían violar y no se dejó», recuerda Lilia, una migrante venezolana, a Cruz Roja. «La selva no es solo encontrarte con animales, es encontrarte con personas que te hacen daño, te roban, te abusan, tanto de lo poco que llevas como de tu cuerpo», rememora Karen, colombiana víctima de una agresión sexual.
EFECTO EMBUDO
Rodríguez explica que el «explosivo incremento» en el paso de migrantes por Darién durante los últimos meses, llegando incluso a registrarse 1.300 llegadas en un solo día, ha transformado la vida cotidiana de los asentamientos cercanos, como en la aldea La Peñita, en la que más de 2.000 personas tuvieron que permanecer ancladas durante seis meses debido al cierre de fronteras impuesto por las leyes contra la pandemia.
«Ese hecho marcó la historia de la comunidad», recuerda Rodríguez. «Desde aprender a comunicarse en un nuevo idioma, hasta armonizar distintos hábitos y
prácticas culturales. Ahora el tránsito es más fluido y las personas migrantes a veces permanecen sólo unas horas», explica.
A pesar de que Panamá y Colombia han intentado limitar las salidas, con unas 500 al día, unas 15.000 al mes, lo cierto es que el número diario de personas que llega hasta las puertas del Darién supera con creces las cifras permitidas por las autoridades, haciendo aún más evidente la sensación de tapón que estos precarios asentamientos levantados sobre carpas y escasos servicios representa.
«Nos alarman los acumulados, sólo en agosto pasado más de 25.000 personas cruzaron Darién, una cifra casi igual a los 30.000 registradas en todo 2016, año en que se rompieron todos los récord, pero que ahora está siendo superado por 2021, que ya contabiliza el cruce de más de 70.000 personas», cuenta.
TIEMPOS DE PANDEMIA
Hace unos meses, el campamento de Lajas Blancas tuvo que hacer frente a un nuevo brote de coronavirus, unas 200 personas se vieron afectadas por una enfermedad que supone también un nuevo «desafío» tanto para las autoridades como para las organizaciones que trabajan sobre el terreno.
«Durante el trayecto por la selva la mayoría de las personas abandonan sus pertenencias o son robadas, pierden su material de protección o el dinero para conseguirlo. También, la dificultad extrema de la ruta, el calor y la humedad hacen que muchas desistan de usar mascarilla. Al llegar, tampoco les resulta sencillo mantener la distancia social», reconoce Rodríguez.
«Una gran parte de los esfuerzos de respuesta inmediata han sido proporcionarles acceso a agua limpia y kits de higiene. También les facilitamos acceso a artículos básicos, como mascarillas o alcohol en gel para que puedan reducir los riesgos durante su estancia en los centros y a lo largo del camino», cuenta.
Organizaciones como Médicos sin Fronteras, o Cruz Roja, han pedido en reiteradas ocasiones a Colombia y Panamá que ofrezcan alternativas más seguras y garanticen la protección de las miles de personas que desesperadas se aventuran a cruzar por la zona más inaccesible del continente americano. (Europa Press)