Quizá al término de los Juegos Olímpicos de Tokio Simone Biles no sea la deportista femenina que reúna más medallas – en natación hay competidoras con similares o incluso mayores opciones-, pero la campeona estadounidense de gimnasia artística acapara la atención mediática que se dedican a los grandes nombres de unos Juegos.
Pocos deportistas han logrado, como ella, abrir nuevas sendas en sus respectivas modalidades. El aplazamiento de los Juegos rompió sus planes, encaminados a una retirada triunfal pero temprana, a los 23 años. Le costó asimilarlo y encontrar la motivación para seguir, al menos, un año más en activo con la ambición de redondear un palmarés inigualable en la gimnasia moderna.
A Río 2016 la americana llegó con el indiscutible cartel de mejor gimnasta tras haber ganado tres títulos mundiales consecutivos en el concurso general. Lo corroboró conquistando cuatro oros -equipos, concurso general, salto,suelo- y un bronce -barra de equilibrios-. En Tokio se presenta, además, como un poder fáctico.
Su vuelta a la competición en 2018, tras un año y medio sabático, coincidió con el escándalo de los abusos sexuales del doctor Larry Nassar sobre gimnastas del equipo estadounidense. Biles tardó en revelar que fue una de las víctimas, pero cuando lo hizo cargó todo el peso de su prestigio sobre la federación de gimnasia de su país, USA Gymnastics, por la desatención que sufrieron las deportistas en esos años oscuros y el ocultamiento de pruebas . Pronunciamentos suyos hicieron perder el cargo a una presidenta y puso en entredicho la idoneidad de alguna otra. Tokio quizá sea la última ocasión para disfrutar de la gimnasia de Biles en su máxima expresión, salvo que encuentre estímulos de suficiente peso para alargar su carrera tres años más hasta París 2024. La extensión de su dominio en la gimnasia depende en exclusiva de ella.