El presidente de Argentina, Alberto Fernández irritó a un contienen con una frase, al expresar: “Los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos, de los incas, y los argentinos, de los barcos”
Al papa Francisco, natural de Buenos Aires, le gusta hacer chistes sobre la fama de presuntuosos que suele atribuirse a los argentinos. Al entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, le comentó en 2015 que sus compatriotas se habían sorprendido de que no eligiera como nombre Jesús II.
A una periodista mexicana le habló de la forma de suicidio preferida por los argentinos: “Se suben a lo alto de su ego y se lanzan desde allí”.
Es una forma de reírse de sí mismo. Lo del presidente Alberto Fernández es otra cosa: parece empeñado en convertirse en el protagonista de un chiste sobre argentinos. Con un efecto irritante para el resto del continente.
Fernández consiguió oscurecer la breve visita a Buenos Aires del presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, la primera de un dirigente europeo desde el inicio de la pandemia, con una frase sacada de una canción de Litto Nebbia que atribuyó erróneamente a Octavio Paz:
“Los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos. Eran barcos que venían de Europa”, señaló Fernández.
La frase original del mexicano Octavio Paz, que Jorge Luis Borges repetía con frecuencia, era bastante más irónica: “Los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos, de los incas, y los argentinos, de los barcos”.
Resultan comprensibles las quejas, y las burlas, que se desataron en toda Latinoamérica tras la frase del presidente argentino, que pidió inmediatamente disculpas a quien se sintiera ofendido. En Argentina no se habló de otra cosa. Cabe suponer que la frasecita perseguirá durante años a la diplomacia de Buenos Aires. Tampoco es la primera vez que Alberto
Fernández actúa como un argentino de chiste. El pasado 14 de diciembre, ante un grupo de científicos locales, pronunció otra frase inolvidable: “Somos, en alguna medida, la envidia del mundo”.
Resultan comprensibles las quejas, y las burlas, que se desataron en toda Latinoamérica tras la frase del presidente argentino, que pidió inmediatamente disculpas a quien se sintiera ofendido. En Argentina no se habló de otra cosa.
Cabe suponer que la frasecita perseguirá durante años a la diplomacia de Buenos Aires. Tampoco es la primera vez que Alberto Fernández actúa como un argentino de chiste. El pasado 14 de diciembre, ante un grupo de científicos locales, pronunció otra frase inolvidable: “Somos, en alguna medida, la envidia del mundo”.
El sarcasmo de fondo radica en que, bajo el mandato de Alberto Fernández, Argentina tiene poco de envidiable.
Ya es uno de los países con más muertos por covid, con 83.000 fallecidos y los hospitales al borde de la saturación, pero sigue negándose a recibir vacunas estadounidenses (Moderna, Janssen y, sobre todo, Pfizer), lo que le impedirá acceder a la parte que le correspondería de los 500 millones de dosis que donará el gobierno de Washington.
Tampoco podrá recibir su parte completa de los 20 millones de dosis que donará España el año próximo, salvo que sean todas de AstraZeneca. Los parlamentarios oficialistas han decidido mantener en la ley de inmunización el párrafo que permite llevar a las farmacéuticas a los tribunales en caso de “negligencia”, impedimento para adquirir dosis estadounidenses, porque esas vacunas, según la diputada peronista Cecilia Moreau, “no son necesarias”.
La gestión de la economía, con una inflación disparada (los precios han subido un 17,6% desde enero) y con las negociaciones con el FMI en punto muerto al menos hasta las elecciones generales de octubre, resulta muy discutible.
Según la organización católica Caritas, el país se encuentra en una “crisis sanitaria, social y económica sin precedentes”, con el 75% de los menores del conurbano bonaerense sumidos en la pobreza. Caritas afirma que de cada cuatro chicos del Gran Buenos Aires, solo uno come todos los días.
En este contexto, el gobierno de Fernández se ha visto obligado a rectificar la ley sobre monotributos (impuesto simplificado) que, por su efecto retroactivo, dejó como deudores a quienes habían ya pagado en su momento.
Meses de debates en el Congreso quedan en nada y hay que volver a empezar. El descontento por la pifia en el monotributo coincide con el aumento del 40% en el sueldo de parlamentarios y empleados que se autoconcedieron las cámaras, tras un año de trabajo a medio gas por la pandemia.